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sábado, 28 de septiembre de 2019

Diario de viaje: Florencia y Pisa VII. Recorrido nocturno y reflexiones sobre el arte.


Lee también Diario de Viaje: Florencia y Pisa. Parte I (una marquesa imaginaria con miedo a volar), parte II (el Duomo sin Síndrome de Florencia), parte III (David, la Galería de los Ufizzi, la Capilla Medicia), parte IV (el David original, una torre robada y el atardecer en el Puente Vecchio), parte V (otro David, la leyenda del patrón y visitando a los genios en Santa Croce) y parte VI (interior del Duomo, el Palacio Vecchio y ¿cómo he llegado a un pleno del Ayuntamiento?)

Los glamurosos.

Esa noche nos entretuvimos más de lo previsto en las tiendas de souvenirs, buscando alguna figurita del duomo que unir a nuestra colección de postales y calendarios que habíamos comprado en las tiendas de los museos y en los numerosos mercadillos que nos tropezábamos en nuestro recorrido hacia los monumentos.  Los mismos músicos de la tarde anterior ambientaban la Plaza de la República con las mismas canciones que habíamos oído.

El Duomo destaca inconfundible en la silueta de Florencia.
De camino hacia el puente Vecchio nos encontramos “cruzando a la italiana” ante Mercedes, Audi y otros lujosos vehículos por el estilo, contemplando las ropas exclusivas de los ocupantes y criticando los altos tacones de las distinguidas damas que paseaban su aristocracia por el difícil empedrado del centro histórico de Florencia.

Palacio Vecchio con la estatua de Perseo. Centro histórico de Florencia.

Llegamos algo tarde a nuestra cita con el Puente Vecchio al atardecer, ya era casi de noche cuando nos sentamos en la acera y escuchamos al músico español con sus mismas canciones.

La oscuridad tras el puente.

Decidimos pasar al otro lado del puente para contemplar los exteriores del Palacio Pitti. El camino fue largo, solitario y oscuro. La mala iluminación, la suciedad de las calles, los comercios cerrados y la soledad que reinaba a las ocho de la noche eran suficientes para entristecerme y hacerme sentir insegura.

El palacio Pitti es una monumental “mole” de piedra tallada en gruesos y toscos sillares. No dudo que el interior sea precioso, pero el exterior no me gustó nada, o quizá fue mi ánimo predispuesto por la oscuridad reinante en tan vasto espacio, el que me causó mala impresión.

Palacio Pitti.


Casa de Dante.
Después volvimos a cruzar el puente Vecchio, ahora desierto, para adentrarnos entre las calles hasta descubrir la casa de Dante. Un pozo, una placa y una torre, señalaban el lugar donde había vivido tan ilustre personaje.

Para compensar el cansancio acumulado acudimos de nuevo a cenar al “Totó” y después fuimos a la heladería “Crom”, un establecimiento donde una nutrida cola esperaba su turno para degustar el verdadero gelato italiano.

Vista nocturna del campanile.
Tras eso nos sentamos en uno de los bancos que acompañan al duomo, observando el campanile a modo de despedida. Mirando la hermosa plaza comencé a preguntarme si con el paso del tiempo, cuando otra civilización no judeocristiana tuviera la primacía en el mundo, aquello se conservaría. Cuando las iglesias ya no significaran nada, los campaniles fueran simples torres que apuntan al cielo y las madonas unas desconocidas, cuando nadie apreciara  la elegancia y magnificencia del David de Miguel Ángel o la maestría de Botticelli, entonces ¿lo conservarían o  lo dejarían perecer bajo el peso de los siglos? Dije en voz alta que me temía que todo aquello se perdería, pero Eva y Antonio no estuvieron de acuerdo conmigo, ellos estaban convencidos de que todo seguiría allí y continuaría siendo apreciado por cuantos vinieran tras nosotros, aunque no tuvieran nuestra misma tradición cultural.

Copia del David de Miguel Ángel.
Mientras nosotros nos despedíamos de la plaza del duomo unas turistas americanas llegaban, almohada en mano, tirando de sus pesadas maletas. Fue un espectáculo extraño verlas caminar por Florencia con unas almohadas más grandes que los bultos que acarreaban, convencidas, por alguna razón, de que sería un objeto imprescindible en su viaje.

Ciento ocho.
De camino al hotel nos encontramos un grupo de barrenderos dispuestos a adecentar las calles. Fue la primera y única ocasión en que los vimos.

Cuando llegamos al hotel nos encontramos con el desagradable recepcionista de la primera noche. No parecía dispuesto a hacernos ningún caso, pero Antonio se acercó hasta él y le pidió las llaves de nuestras habitaciones.

-Non capisco- dijo con tono antipático.

- La habitación ciento ocho.

-Non capisco.

-Ciento ocho- repetimos más despacio marcando cada sílaba.

-In english or italian.

-Chiento oto…

- No…

- One hundred and eight.

-¡Oh! Centotto…

¡Oh! ¡Qué sorpresa! ¡Qué gran diferencia! Lo miré enfadada y cogí la llave sintiendo que se había burlado de nosotras. Al llegar a la habitación las migas de pan continuaban en el suelo y las “toallas” seguían siendo las mismas.

Santa María Novella.

Cerca del hotel y de la estación de tren estaba la iglesia de Santa María Novella. Desde el primer momento en que supe de su existencia me agradó su nombre, me hacía sonreír pensando que podría ser la patrona de las novelas, pero evidentemente, “novella”, en italiano significa “nueva”.

La plaza estaba relativamente despejada, exceptuando un autocar de turistas madrugadores que se fotografiaban con los obeliscos que adornaban el lugar. Eva se fijo que cada obelisco estaba sostenido sobre cuatro tortugas de hierro que soportaban el peso estoicamente. Sin duda, aquello debía tener un significado, pero lo desconocíamos.

Tuvimos que acceder a la iglesia por una pasarela de madera sobre las baldosas del patio y nos cobraron la entrada completa, a precio considerable, a pesar de que las más importantes obras se encontraban en préstamo en aquellos momentos.

Fue la última iglesia de Florencia que visitamos antes de subirnos en el tren que nos llevaría hasta Pisa.

Fachada de Santa María Novella con una de las tortugas en primer término.