Lee también: Diario de viaje Florencia y Pisa: Parte I (Una marquesa imaginaria con miedo a volar) y parte II (el Duomo sin Síndrome de Florencia).
La Plaza de la Señoría.
La
plaza de la Señoría es una de las más bonitas del mundo, allí encontramos las
esculturas más famosas y allí estuvo destinado el verdadero David de Miguel Ángel,
aunque hoy en día lo representa una copia muy conseguida. Delante del Palacio
Vecchio, exhibe su grandeza con la mirada perdida, mientras todos los turistas
se fotografiaban con él. Bajo las columnatas se muestran fuertes y ajenos otros
personajes famosos, incluido Perseo con la cabeza de Medusa en su mano.
Imposible permanecer insensible a tanto arte, imposible no pasar por allí cada
día cámara en mano y fotografiarte las veces que hagan falta.
Réplica de David de Miguel Ángel en el lugar que ocupaba el original. |
Ganado y… ¡¡¡¡no water!!!!
Perseo con la cabeza de Medusa. |
Nuestra
siguiente parada fue el palacio de los Uffizi y su magnífica colección. En el
año de nuestro viaje, 2011, la fachada exterior estaba siendo restaurada, por
lo que no pudimos pasear por esa maravillosa calle, como de corredor jalonada
de balcones en forma de “U”. Recuerdo que hacía mucho calor, pero éramos unos
privilegiados porque teníamos un pase preferente adquirido en la oficina de
turismo esa misma mañana, por el módico precio de 100 euros. El empleado de la
oficina, un hombre de color, alto y fuerte, como los policías de las películas
norteamericanas, nos explicó todo increíblemente rápido en un inglés
ininteligible y no se esforzó lo más mínimo por saber si nos habíamos enterado
de algo. Nuestras caras debían ser un poema, aunque Antonio sí debió entender
algo, eso o es capaz de poner una buena cara de póker… aunque si lo comprendió,
no nos dijo nada. El empleado había soltado su discurso con desgana, el mismo
que explicaba a todo el mundo independientemente de su nacionalidad y luego nos
mostró el mapa y los pases. Yo le tendí el billete de 100 euros, mientras él lo
tomaba por un extremo… pero yo no lo soltaba… ¡ay, ay, 100 euros! Me miró un
momento, hasta que fui capaz de aflojar la presión de mis dedos y deje volar
una pequeña fortuna a cambio de un par de trozos de cartulina…
Nuestros
pases nos colocaron en una pequeña cola, mientras el grueso de los turistas esperaba
más de una hora pacientemente para entrar en el museo. Aún así, los guardias de
la puerta nos pusieron en fila india y nos iban dando instrucciones con tono
desagradable, ni siquiera suavizado por el acento italiano, nos daban
empujoncitos o nos detenían bruscamente a su antojo, según iban juzgando (a
ojo de buen cubero) cuantas personas podían entrar en cada tanda. Bueno, eso de
“personas” nos los decíamos los turistas entre nosotros para darnos ánimos y no
dejarnos amedrentar por el trato de ganado que estábamos sufriendo. Aguantamos
estoicamente para ver las maravillas de los Uffizi.
Una
vez que franqueamos el arco (detecta metales) de la puerta, unos empleados, muy
antipáticos, nos iban gritando continuamente dos palabras que resultaron de lo
más familiares a lo largo de la estancia y que siempre salían al aire
acompañadas de un grito y un gesto autoritario. Aquellas dos famosas palabras
que no dejan de oírse en los museos florentinos son: ¡¡¡¡¡¡¡No water!!!!!!! . Y
así nos iban obligando a tirar nuestras botellas de agua a un contenedor,
colocado a tal efecto, en la entrada de la primera sala.
Dorados, dorados… y más dorados.
La
colección de los Uffizi es impresionante. Tiene infinidad de cuadros y
esculturas y el mismo edificio es una preciosidad. Allí pueden contemplarse
muchos de los cuadros más famosos, los que se estudian en las universidades del
mundo, los que más se reproducen en los libros, los más prestigiosos, los
autores más geniales de la pintura italiana. Por esta razón, no lograba
explicarme el motivo por el que habían
puesto cuadros de “relleno” y digo de relleno porque palidecían frente a los de
los grandes pintores, porque no eran ni una sombra de aquel Fray Angélico que te iluminaba desde la pared
de al lado, porque junto a las obras maestras, se mostraban más grotescos en
sus errores, en sus detalles, y no había que ser ningún experto para apreciar
que no era suficiente que tuviera un dorado y un cartel que dijera “A la manera
de Giotto” para que pudiera acompañarlo en la misma pared. Evidentemente, no
todos los pintores son unos genios y no todos los cuadros tienen la misma
calidad artística, pero esas obras que ofendían a los maestros a los que le
robaban el nombre, hubiesen resultado menos grotescas en cualquier museo
provincial. Pensé que si tenían las grandes obras de cientos de autores no
necesitaban “rellenar” el espacio con nada más, sobre todo por lo sobrecargado
de sus paredes y de sus salas. Las esculturas romanas pasaban desapercibidas
ante tantos cuadros mundialmente conocidos y las vistas desde sus ventanales
palidecían en comparación con El nacimiento de Venus.
Al
principio, fue intensamente emocionante y embriagador ver todos los cuadros del
renacimiento temprano, donde las madonas con sus aureolas de un oro
deslumbrante te sonreían tranquilamente desde su tela. Madonas solas, madonas
con niño, madonas aquí, madonas allá, cientos de madonas, cientos de santos de
aureola brillantemente dorada te miraban desde los cuadros, en un recorrido
interminable de obras maestras, obras menos maestras y obras “a la manera de”…
Al cerrar los ojos, veía dorados por todas partes…
El síndrome de Florencia.
Existe
en psiquiatría un síndrome que recibe el nombre de esta ciudad, en el cual el
espectador, subyugado por tanto arte, emocionado ante tanta belleza, llega
incluso a perder el sentido. Nosotros descubrimos la verdad sobre el síndrome
de Florencia y no podía ser en otro sitio. No llegamos a perder el sentido,
pero poco nos faltó en el palacio de los Uffizi. Contemplar El nacimiento de Venus o La Anunciación puede ser tan sublime que
tus sentidos, extasiados, pueden fallarte, las rodillas aflojarse y la mirada
nublarse… pero ocurre también que si estos cuadros de valor incalculable y
belleza extrema se exponen a altas temperaturas, entre las transpiraciones de
los visitantes, con un aire acondicionado arcaico y unos turistas desprovistos
de agua al grito de guerra “no water”, lo mismo puede desmayarse un espectador,
como puede derretirse un cuadro. No se trata tanto de la sublimación del arte,
sino de las condiciones en las que se exponían las obras, al menos en el año
2011, cuando nosotros visitamos la galería. Desconozco si en la actualidad han
solucionado este lamentable problema. Después de estar al borde del desmayo,
llegamos a la azotea del edificio donde el bar daba refrescos a precios
desorbitados y todo el mundo comentaba el calor sofocante del museo, mientras
admiraba las maravillosas vistas a la torre del Palacio Vecchio cuyo reloj
señalaba las horas desde su posición privilegiada.
Vistas del Palacio Vecchio desde la terraza de los Uffizi. |
En
la colección había algunas piezas ausentes, que se explicaban con una pequeña
fotocopia en blanco y negro de mala calidad con una fotografía indescifrable y
un letrero que decía que estaba en restauración (cosa nada extraordinaria teniendo en cuenta las condiciones que
soportaba) o en préstamo (seguramente muy agradecida de haber salido del clima
caluroso del palacio).
Antonio
miraba extasiado El Nacimiento de Venus. La famosa obra exhibía todos sus colores y el
trazado primoroso de Botticelli haciéndote comprender por qué los genios siguen
siendo admirados y no pierden su magia con el paso de los siglos. Junto a ella
había una versión en yeso para que los invidentes pudieran acariciar los
pliegues de la fina tela de Venus y su pelo ondulante al viento…
El Nacimiento de Venus. Botticelli. |
Reliquias
Al salir del palacio de los Uffizi fuimos
corriendo a comprar agua. El anciano de la tienda cercana hacía su agosto cada día,
mientras todos los turistas se agolpaban ante su puerta disputándose las
botellas de agua a un euro que el buen hombre podía haber puesto a verdadero
precio de oro, porque eran tan necesarias como en el desierto.
-¡Hay
agua para todos!- decía sin dejar de sorprenderse ante la desesperación de los
turistas.
Después
de esconder la botellita muy bien escondida y que no volvieran a gritarme “no
watter” en ningún otro lugar, acudimos a la Capilla Medicea. Allí nadie nos
gritó, nadie nos empujó y nadie nos mató de sed y calor. Reinaba un silencio
respetuoso entre las paredes de mármol y las vitrinas con reliquias y más
reliquias, trozos de hueso de cualquier parte del cuerpo de tantos santos y
santas que parecía que no habría santoral suficiente para todos. En el piso de
arriba se encontraban los imponentes sarcófagos y las estatuas de los Medicis,
esculpidas con la maestría de Miguel Ángel.
La Anunciata.
Queríamos
ver varias iglesias que se encontraban en los alrededores, pero, aunque dimos
vueltas, seguimos el mapa y nuestros pies se esforzaron en seguir caminando, no
conseguimos dar con ellas.
Donde
no nos fue difícil llegar fue a la Plaza de la Anunciata, un lugar que
originariamente fue bello, con un gran mercado en el centro con toda clase de
objetos para los turistas. Pero los soportales me horrorizaron. Estaba todo
increíblemente sucio, con excrementos de palomas que formaban estalactitas
gigantes a tu alrededor. Orgullosas de su obra, las palomas, volaban casi a tu
lado, sin temor, haciéndote saber que aquellos portales eran suyos y que te
habías adentrado en el territorio vetado a la limpieza.
Después
comimos en una de esas terrazas que tienen las pizzerías florentinas, sobre una
tarima de madera junto a la carretera. Pedí un plato de canelones y, efectivamente, podemos hablar en plural porque se trataba de dos canelones
cobrados a precio de oro, pero al menos el baño estaba limpio y no era
demasiado antiguo.
Mercado en la plaza de la Anunciata. |
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