Aquí cambiamos de tema ¡de buenas a primeras!

Feeds RSS
Feeds RSS

sábado, 26 de mayo de 2012

Hechos reales: en el autobús (segunda parte).



En una entrada anterior he comentado algunos comportamientos que he visto en los autobuses protagonizados, presuntamente, por gente poco dada al uso del transporte público. Pero esta reflexión, totalmente personal y discutible, me ha traído a la memoria las muchas anécdotas que he vivido en los autobuses, tanto en mi época de estudiante, cuando íbamos como sardinas en lata, como ahora que soy trabajadora y seguimos yendo como sardinas en lata.



No es que la empresa de transporte sea mala, espero que no piensen que es mi intención decir tal cosa, es una empresa premiada en el ámbito nacional, pero lo referente a algunas líneas es mejorable. En concreto, recuerdo como, acostumbrada a un uso normal del autobús, tuve que adaptarme al “apretujamiento”, al “espachurramiento” colectivo que vivíamos los estudiantes (y por lo que puedo apreciar, siguen viviendo) cuando íbamos camino a la universidad. Horas punta, en las que todos teníamos que esperar en interminables colas que llegara el autobús, días de lluvia en los que llegaba hasta dos horas tarde a clase, regreso a las dos o las tres de la tarde en parecidas circunstancias… 

Recuerdo especialmente a algunos conductores que, apiadándose de los pobres estudiantes, nos dejaban picar el bonobús y entrar por la puerta de atrás, donde había menos aglomeración. Recuerdo a aquel otro que tomaba todas las curvas con especial cuidado y cuando alguien intentaba adelantarle gritaba: “¡Eh! ¡Qué llevo un cargamento de universitarios!”. Recuerdo cuando alguien hacia un comentario y otros le seguían la conversación, o cómo se ayudaba a un anciano despistado a averiguar cuál era su parada sin que te hubiera preguntado. 

Recuerdo a un hombre de edad avanzada, aunque no muy mayor, que hacía comentarios “graciosos” y chistes fáciles (siempre los mismos) y que al ver que no le seguíamos la corriente se quejaba de que ya no se viajaba como antes, que antes todo el mundo charlaba, todo el mundo era simpático, reía las gracias y seguía las bromas, los hombres piropeaban y las mujeres tenían “mucho arte”. No sé por qué, lejos de parecerme nostálgico y envidiable, me daba la impresión de que pretendía que las chicas le habláramos como las andaluzas graciosas de las películas de los años cincuenta.

Ahora voy al trabajo en autobús. Sigo viendo a los jóvenes en las paradas mirando el reloj, con las carpetas en las manos y la impaciencia en los ojos. Siguen los “cargamentos” de universitarios. Pero ahora también hay “cargamentos” de trabajadores, porque solo hay trabajo en la misma zona de la ciudad, inaccesible y sin aparcamiento suficiente. La experiencia acumulada en mis años de estudiante me sirve, principalmente, para saber cómo colocarme y aguantar como una sardina más en la lata. Sigue habiendo el mismo problema a horas punta y días de lluvia. Seguimos esperando colas interminables con la impaciencia en los ojos porque ahora no se trata de perderse una clase, sino de llegar tarde al trabajo para cabreo del jefe. 

Cuando me toca ponerme junto a la puerta de entrada, sin posibilidad de avanzar por la cantidad de gente, me entretengo escuchando la radio que lleva el conductor, muy bajita, muy bajita, con noticias o con música. La mayoría de la gente lleva su Mp3 o su móvil con whasapp y nadie mira a nadie. Ya nadie sigue una conversación, ni se preocupa porque alguna persona se pregunte por donde va o cuál es su parada. El conductor hace malabares para que entremos todos, dejando salir a unos, dejando subir a otros, mientras murmura: “Esto es como jugar al Tetris”. Solo los que no llevan la música demasiado alta en sus auriculares, ríen la ocurrencia. Incluso los amigos que viajan juntos no apartan la mirada de su conversación vía chat. Solo se oye la voz mecanizada que de vez en cuando dice: “Por favor, pasen al fondo del autobús”. Y aquel hombre que esperaba, hace unos años, que las andaluzas graciosas contestaran a sus frases manidas, de vez en cuando prueba algún viejo chiste, pero al ver que nadie lo escucha, guarda silencio sin quejarse.

domingo, 6 de mayo de 2012

El recurso del libro



Son muchas las obras que, en la literatura o en el cine, utilizan el recurso del texto o del libro encontrado.  Muchas obras comienzan así, mencionando que esa historia, o un referente a ella, fue encontrada por el autor en otro texto, a veces anónimo, lo cual le da verosimilitud. Hay incluso personajes que descubren que son parte de un libro (por ejemplo Augusto Pérez en “Niebla” de Miguel de Unamuno) o que sospechan que su historia está ya escrita (como podemos vislumbrar en un diálogo de “Lo que el viento se llevó”, de Margaret Mitchell, donde Rhett le pregunta a Scarlett: “¿Y el libro?”).

Hace poco he tenido la oportunidad de ver una serie donde este recurso se explota hasta límites insospechados. Llega un momento en la historia donde aparece una obra literaria, “La casa de al lado”, donde todos los personajes se reconocen y ven su pasado y su presente escrito en ella. Como es lógico, cada uno de ellos quiere hacerse con un ejemplar, porque no solo ven reflejada su vida en el libro, sino que también se cuenta cómo y cuándo van a morir con una coincidencia pasmosa. Es vital leer el libro y evitar lo que les va a ocurrir. Esta obra se descubre hacia la mitad de la novela y se convierte en eje principal del resto de la trama. ¿Quién es su autor? ¿Cómo predice el futuro? ¿Es un asesino que les está dando una pista? Sabemos el título y sabemos el autor: Anderson Chuncler.

Escena de la serie donde, tras reunir pistas, consiguen adquirir un ejemplar de "La casa de al lado".


Como espectadora mi primer pensamiento es que la serie, del mismo título, está basada en el libro “La casa de al lado” y como no conozco al autor, lo tecleo en google. ¡Eureka! La información aparece siempre instantánea y mágica: Anderson Chuncler autor de “La casa de al lado” y “Condenados”. Nacido en tal ciudad, en tal año, publicó su primera novela en 1938 y tiempo después sacó a la luz la segunda parte.


Uno de los resultados de la búsqueda en Google.

Después de leer su biografía, veo otros resultados que me remiten a comprar las obras en importantes librerías de la red. Pincho en una de ellas y aparece “Autor no encontrado. Actualmente no disponemos de ninguna obra de este autor”. Pincho en la segunda, mismo resultado. Así en varias más. Pincho en otra página: Anderson Chuncler personaje de la telenovela “La casa de al lado”. ¿Perdón? (como diría él) ¿Personaje? ¿Cómo personaje? Entonces… ¿por qué la primera entrada que aparecía era su vida y obra como una persona real, de carne y hueso? ¿Por qué el resto de entradas enlazaban a librerías si no existe el autor, ni la obra? ¿Será porque otros usuarios habían buscado “Anderson Chuncler escritor”, “Anderson Chuncler autor de “La casa de al lado”? ¿Será que la infalible red no sabe distinguir la realidad de la ficción y basta con que unos cuantos usuarios relacionen un nombre con una profesión para que aparezca como real? ¿Alguien hizo una página así a conciencia? No fue la productora de la novela, de eso estoy segura. De hecho, no tengo conocimiento de que aprovechara el éxito obtenido para publicar esos dos libros, porque efectivamente, fueron dos, tal y como indicaba la “biografía” del señor Chuncler.  Varios capítulos después apareció “Condenados” en clara referencia a las muertes que se sucederían entre los personajes y al nombre de la familia protagonista del primer libro, la familia “Conde”.  La serie, estrenada el año anterior en su país de origen, ha tenido gran éxito y otros usuarios habían intentado comprar los libros antes que yo, por lo que había tenido muchas búsquedas en google, con los dos títulos. Además, la historia no es original, sino una versión de la telenovela chilena  “La familia de al lado”.

Ahora, parece que la fiebre ha bajado y sí, si buscas al autor aparecerá como personaje de la novela. ¿Nos ha engañado la productora, la tecnología, nosotros mismos o… Anderson Chuncler?