Como una marquesa.
La
historia que os cuento comienza en Baeza, Patrimonio de la Humanidad, tierra hermosa donde las haya, con
sus magníficos palacios y sus plazas que te transportan a otra época. Quien no
haya estado en Baeza no entenderá cómo el tiempo puede detenerse y la historia
plantarse, no comprenderá como las cosas bellas pueden llegar a hacerse
costumbre y lo sorprendente es dejar de verlas.
Vista de la preciosa localidad de Baeza, Jaén (España). |
Nos
hospedamos en el palacio de los Salcedo. Apellido noble, pero más noble el
edificio, con un patio interior de arcos de medio punto de un sobrio
renacimiento español. Las habitaciones ambientadas en época tardía, con un
armario de puertas con telilla metálica (que, en mi ignorancia, me recordaban
las de un gallinero), una gran cama y un baño con decoración exquisita. Las
noches pasaron apacibles, las mañanas, al abrir la puerta de la habitación y
encontrarme con la columnata, se tornaban alegres y radiantes. Los días me
habían transportado en la máquina del tiempo. Incluso tuve la oportunidad de
ver la serie “Águila Roja” en mi habitación “ambientada” y me sentí como la
señora marquesa en mi palacio precioso y tranquilo.
El patio interior del Palacio de los Salcedo en Baeza. |
Pero
Baeza dejó tan profunda huella en mí, concretamente en mi brazo, que no pude
dejar de llevarla conmigo. Fue el día que subí a la torre de la catedral. Unas
empinadas escaleras de caracol, sin barandilla ni nada que se le parezca, cada
vez más rústicas y estrechas, cada vez más sofocantes y oscuras marcaban la ascensión.
Arrepintiéndome de la subida estaba, cuando alcancé a ver la luz de la cúspide
y mi ánimo recobró fuerzas. Subí, subí y, cegada por el sol, no vi una
inesperada barandilla exterior con un hierro suelto que me sacudió el brazo.
Sentí que el hueso me vibraba, como una campana tañida, y la carne me quemaba.
De recuerdo de Baeza me llevé un inmenso moratón.
Torre de la catedral de Baeza. |
Exigencias y más exigencias.
No
me dio tiempo a descansar. Solo pasé una noche en mi cama y al día siguiente
tuve que preparar la maleta para el siguiente viaje. Esa misma tarde volábamos
hacia Pisa. Apenas había aterrizado en el siglo XXI cuando me tuve que meter en
el aeropuerto. Llevaba solo una maleta, una maleta muy bien pensada (días
enteros pensando en ella y en el dichoso neceser transparente con tarritos
pequeños donde debían ir los productos de higiene personal), todo tenía que
caber en esas medidas exactas que te exigen las compañías aéreas low cost. Te
pueden cobrar por todo. Me habían contado que si llevas tu bolso y tu maleta lo
consideran dos bultos y te cobran 50 euros por la maleta, que no puedes llevar
botella de agua al pasar el control, que cualquier cosa te pita y tienes que
quitarte el cinturón y los zapatos. Todo
un quebradero de cabeza para no llevar nada metálico que haga saltar una
alarma, el neceser a mano para enseñárselo al de seguridad, la maleta medida
porque si excede de las dimensiones indicadas te la cobran a 50 euros, los
billetes de avión impresos a la mejor calidad y en color porque si no les
parece bien te lo sacan ellos por otro “módico” precio. Además habíamos sacado
una segunda copia, por si las moscas. Todo eran
exigencias. En lugar de que los pasajeros exigieran sus derechos, era la
compañía de low cost la que exigía al pasajero. Estábamos preparadas, con dinero
extra, seguras de que nos pondrían alguna pega, alguna trampa, para poder
cobrarnos más.
Yo
iba asustada. No era la primera vez que montaba en avión. Pero cuando lo hice,
era una quinceañera inconsciente y ahora era una adulta… demasiado miedosa.
Pasamos
todos los controles y me asaltó el remordimiento. No sonó ninguna alarma, no
midieron ni pesaron la maleta, no pusieron pegas a la tarjeta de embarque, no
me pidieron que mostrara el neceser. No había trampa ni cartón. Y yo creyendo
que eran unos timadores que daban cualquier escusa para cobrarte más de lo
acordado. No, nada de eso. La gente llevaba maletas más grandes, habían
imprimido sus pasajes en blanco y negro con calidad dudosa y nadie había puesto
objeciones.
¿En el asiento del piloto?
Cuando
abrieron las puertas para el embarque la gente se apresuró a ponerse en la
cola, una cola muy larga y llena de prisas. Los miré sorprendida y pensé que
estaban muy impacientes por montarse en el avión… demasiado impacientes. ¿Solo
yo tenía miedo?
Una
azafata muy sonriente y un “azafato” graciosillo nos recibieron en las puertas
del avión dándonos la bienvenida. Yo iba con el billete de embarque en la mano,
mirando el número de asiento que llevaba escrito. Me parecía un número
demasiado alto para un avión de esas dimensiones, pero como habíamos sacado las
plazas con poca antelación pensamos que nuestro sitio sería al final. Cuando
entramos ya había varias personas
sentadas en las dos primeras filas (los que habían embarcado como
preferente) y la gente se iba sentando por la zona delantera. Nosotras
comenzamos a caminar y caminar mirando los asientos. ¿Dónde nos sentamos?
Llegamos al final y ni rastro de nuestra numeración.
La
gente ya había acaparado la zona delantera, pero seguían entrando pasajeros.
Tuvimos que volver a la zona donde estaba el azafato sonriente, yendo
contracorriente, para decirle que no encontrábamos nuestro sitio y que nos
ayudara. Así, cruzándonos con la gente en los estrechos pasillos y
estorbándonos unos a otros, oí retazos de conversaciones y comprendí que no
estaban siguiendo ninguna numeración.
-¿Dónde
nos sentamos?- preguntó Eva.
-Donde
queráis- respondió el graciosillo – Menos en el asiento del piloto.
Quedamos
como unas catetas. Me sentí como Martínez Soria en Torremolinos.
No
quedaba ya demasiado donde elegir, así que, como novatas que éramos, nos
sentamos en la mitad del avión, justo en las alas.
El despegue.
Seguía
teniendo miedo y recordando la fuerte sacudida y el ataque de risa nerviosa que
le dio a la versión quinceañera de mí misma cuando se elevó el avión que me
llevaba a Mallorca… ¡yo también quería un puente, como en la canción! Pero esta
vez no hubo nada de eso, ni sacudida, ni risa nerviosa, ni deseos de un puente.
Las que sí se reían eran las azafatas haciendo, con poca gana y mucho
cachondeo, los típicos gestos de las explicaciones sobre casos de emergencia. Todo en inglés, por
supuesto. Inglés, inglés y más inglés. Luego en español ¡ya era hora!
-Debajo
de sus asientos tienen chalecos salvavidas en el caso, bastante improbable, de
que caigamos al mar.
¿Eh?
¿Qué ha dicho? ¿Bastante improbable caer en el mar?... ¡Pues como caigamos en
tierra no lo contamos! ¡Ay, ay! ¡Qué miedo!
Después
lo explicaron en italiano y las azafatas seguían con su cachondeo.
Estábamos
en el aire. La verdad es que con tanto lio de idiomas, la novedad de las
explicaciones y las risas de las azafatas se me fue pasando el miedo. Ellas
estaban tan sonrientes, con tanto cachondeo encima y hacían ese viaje todos los
días, varias veces… Entonces, no habría nada que temer.
Miré
por la ventanilla. Las alas temblaban… ¡ay! ¡ay!
-No
deberíamos habernos sentado aquí. ¿Será normal que las alas vibren tanto? A la
vuelta nos sentamos en otro lugar.
Otra
vez me asomé a la ventanilla. La ciudad se empequeñecía, el cielo lo inundaba
todo, el mapa empezaba a tomar forma. Fue precioso, de una belleza tan
cautivadora que tenía la sensación de que valía la pena y no podía apartar los
ojos de allí.
De compras en el teletienda.
Volvieron
a dirigirse a nosotros por la megafonía del avión. Yo atendí. Esperaba más
instrucciones. No las había, solo nos informaban que nos iban a pasar una
revista de la compañía y que estaba a nuestra disposición la prensa del día a
un “módico” precio. Las revistas no llegaron hasta nosotras y la prensa no la
compramos.
Yo
no lo sabía, pero este era el preludio de la hora y media de teletienda con el
volumen a tope que nos esperaba en el avión. Las azafatas iban apareciendo muy
sonrientes con los productos disponibles: comida, revistas, joyas, relojes,
perfumes, cremas antiarrugas, lotería, billetes de autobús…
-Si
os toca la lotería de abordo todo el personal estará encantado de acompañaros
al Caribe o cualquier otro destino que elijáis para vuestras maravillosas
vacaciones. Invitadnos- decía la azafata posando como si estuviéramos en la
tele.
Después
de prestar atención a los primeros productos y, descubriendo que el viaje iba
ser un teletienda intensivo, hicimos caso omiso, sacamos la cámara y nos
hicimos fotos.
Aunque
parezca mentira la gente compraba. Habían salido de España con lo necesario,
pero de repente, en el avión, descubrían que no podían vivir sin ese precioso
reloj o ese perfume embriagador.
Una
de las pasajeras probó el perfume. Era de spray. Un olor maravilloso. Después
se lo quiso dar a probar a su acompañante, pero aunque apretaba el botón no
salía más perfume.
-Esto
está roto- le dijo a la azafata.
-No,
no- se rió – Es por la presión de la cabina. Solo sale una vez porque ya estaba
en el tubo, pero la presión impide que vuelva a salir. Cuando estemos en tierra
funcionará perfectamente.
-¡Oh,
claro!- respondió la pasajera avergonzada.
“Otra
Martínez Soria” pensé yo con cierto alivio.
Nos
habíamos comprado dos botellitas de agua en la sala de embarque a precio de
oro. Entonces, saqué de nuevo la botella y vi que, efectivamente, se había salido todo el aire
de ella y estaba medio aplastada, y mantenía su forma porque le quedaba agua
dentro. Curioso.
Atardecer entre nubes.
Ya
estaba tranquila. Como una niña curiosa a la que todo le asombra, las cosas que
veía y escuchaba llamaban tanto mi atención que el miedo había desaparecido.
Había
pensado que yo era la única tonta miedosa y que el resto de los pasajeros
estaban de lo más tranquilos, pero al levantarme de mi asiento descubrí la
cantidad de gente asustada que viajaba con nosotros. Algunos habían bajado la
“persiana” para no ver que estaban en el aire, pero la mayoría de los miedosos
estaban tumbados sobre el regazo de su acompañante, con las manos en la cara, deseando tomar
tierra. Me sorprendió y me entristeció. Ni el teletienda, ni el cachondeo de
las azafatas les había tranquilizado.
Volví
sobre mis pasos y se lo conté a Eva. Nosotras mirábamos por la ventana, pese a
las alas temblorosas.
Atardecía.
El atardecer más bello y novedoso que había visto. Desde el aire, sobre las
nubes, con la luna más cerca y más grande, el cielo se sonrosaba y el sol se
perdía hacia España, mi querida España donde aún era de día, mientras que
mirando al frente, hacia Italia, ya reinaba la oscuridad de la noche.
Atardecer entre nubes. |
¡Aplausos!
En
la oscuridad de la noche se divisaron las luces de las ciudades. El mapa del
norte de Italia se recortaba sobre el Mediterráneo como en un sueño.
El
teletienda no finalizó hasta pocos segundos antes de que nos indicaran que
íbamos a tomar tierra y nos advirtieran que siguiéramos las indicaciones del
personal, ya que íbamos a tener que caminar por la pista y resultaba
extremadamente peligroso pasar por debajo de uno de los motores. Después nos agradecieron
que voláramos con ellos.
De
repente las luces se encendieron, parpadearon y una música de caballería resonó
aún a mayor volumen que el teletienda. La gente comenzó a aplaudir
estrepitosamente, como en uno de esos concursos donde el regidor levanta el
letrero que dice “Aplausos”.
-¿Qué
pasa? ¿Qué pasa? ¿Celebran que no nos hemos estrellado?- pregunté sobresaltada.
Evidentemente
la gente, acostumbrada a viajar en avión, sabía algo que nosotras ignoráramos.
Después comprendimos que tal alboroto se debía al hecho de haber llegado al
destino antes de la hora fijada, como si tuvieran que batir algún record
personal.
Al
bajar, la zona cercana a los motores había sido acordonada con una cinta blanca
reflectante y el personal se afanaba porque nadie se despistara y caminara en
fila por el lugar indicado. Estábamos cerca de la terminal, pero tuvimos que
recorrer un trecho antes de llegar a la zona cubierta. El primer suelo italiano
que pisaba era el asfalto de las pistas del aeropuerto de Pisa.
La ciudad vista desde el cielo nocturno. |
2 comentarios:
¡Un buen relato!. Muy curioso el relato del viaje en avión. Y precioso el Palacio de los Salcedo, seguro que todo un acierto para volver. Baeza es preciosa. Volveré!.
Muchas gracias por tu comentario, Mariví. Si, Baeza es uno de los lugares mas bonitos del mundo. Yo también quiero volver.
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