Lee también Diario de viaje: Florencia y Pisa parte I (una marquesa imaginaria con miedo a volar), parte II (el Duomo sin Síndrome de Florencia), parte III (David, la Galeria de los Uffizi y la Capilla Medicea) y parte IV (el David original, una torre robada y el atardecer en el Puente Vecchio).
De nuevo con David.
Al
día siguiente, tras el desayuno con nuestra amable camarera, cogimos el autobús
para ir a un lugar de visita obligada: la Plaza de Miguel Ángel.
El
autobús era pequeño, barato y con periódicos gratuitos en italiano. Nos llevó a
la misma plaza de Miguel Ángel donde autocares de turistas iban llegando con su
cargamento de curiosos cámara en mano.
Todavía
era temprano y una brisa fría acariciaba la solitaria plaza. Teníamos el Arno
bajo nuestros pies, con sus numerosos puentes, en su orilla se levantaba el
casco histórico de la ciudad con la cúpula del Duomo dominando la vista,
esbelta como en todas las fotográficas que habíamos visto. Ese era el lugar
desde el que se inmortalizaba la silueta inconfundible de Florencia y se
plasmaba en los libros y en las postales.
Vista de Florencia desde la Plaza de Miguel Ángel. |
Desde
aquella altura podíamos ver restos de la muralla de la ciudad, casi oculta
entre el verdor de la vegetación.
Y
en el centro de la plaza, sobre una escalinata que llevaba hasta un pedestal
que franqueaban cuatro copias de importantes esculturas de Miguel Ángel, se
levantaba gigante y solemne, recortado contra el azul del cielo de Florencia,
otra reproducción de David.
Réplicas de esculturas de Miguel Ángel. |
La leyenda de San Miniato.
San
Miniato es el patrón de Florencia al que dieron martirio cortándole la cabeza.
Cuentan que tomó su cabeza bajo el brazo y se encaminó de esta forma a las
afueras de la ciudad, donde está erigida su iglesia.
Pensamos
que el recorrido que hizo el decapitado no podía ser demasiado largo así que
desde la Plaza de Miguel Ángel comenzamos a caminar hacia el bosque, ya que la
iglesia se llama San Miniato il monte, sabíamos que la encontraríamos por allí
cerca. Fueron muchos minutos caminando cuesta arriba, por una carreterita que
discurría junto a un bosquecillo. Apenas pasaban coches, tan solo contamos con
la compañía de unos pocos corredores que hacían deporte por aquella zona.
Tras
cruzar un antiguo y pequeño cementerio nos topamos con la fachada de mármol
blanco y oscuro de la famosa iglesia. Solo unos pocos turistas y un grupo de
colegiales estaban admirando los restos de pinturas murales del interior.
Antonio se apresuró a recorrerlo todo mientras nosotras nos hacíamos fotos en
el exterior. Allí arriba, en aquel monte, el paisaje era de un verde alegre y
especial que contrastaba con el ambiente
oscuro, silencioso y amplio de la iglesia. En una capilla de cielo estrellado
cuarteado en casones dorados nos encontramos con la representación del patrón.
Justo en la entrada había un montoncito de estampitas de San Miniato y un
cajetín donde depositar la voluntad por entrar en la capilla y por llevarse una
de las estampitas. La mayoría de los turistas entraron sin pagar, pero yo dejé
unas monedas en el cepillo y tomé una de las representaciones que se me
ofrecían.
Fachada de san Miniato. |
El otro David.
Para
regresar a Florencia tomamos otro autobús. Por los cristales limpios del
vehículo pudimos disfrutar de la verdadera ciudad, de la Florencia actual con
sus barrios como los de cualquier localidad, de ladrillo visto, sin columnas
majestuosas, arcos hermosos, ni ornamentos floridos. A lo lejos se distinguió
un arco del triunfo y después una avenida de edificios del siglo XIX más limpia
y estructurada que el casco histórico. Cuando descubrimos la conocida silueta
de esa otra Florencia, de la artística, de la turística, descendimos del
autobús, caminamos junto a las torres de la antigua muralla y nos fotografiamos
a las puertas de su biblioteca.
Acudimos
directamente al Museo Bargello. No tan conocido como los otros, guarda una
estupenda colección de escultura donde, además de encontrarnos de nuevo con
Miguel Ángel, nos topamos con el David de Donatello, pieza principal de la
colección, de color oscuro y pose delicada. La persona que vigilaba la sala, mandaba
mensajitos con su móvil mientras fingía que no nos veía hacer fotos a este otro
David. En el patio dos leones coronados nos esperaban franqueando la entrada y
no pude evitar fotografiarme con ellos, como si fueran Aslan y yo una de las
princesas de “Las Crónicas de Narnia”.
Creencias ancestrales.
Después
de salir del museo nos dirigimos a la iglesia de la Santa Croce que se levanta
al fondo de una plaza enorme, con la estatua de Dante ante sus puertas.
Como
ocurre en casi todas las iglesias de Florencia, no permiten que las mujeres
entren con los hombros al descubierto. Para las turistas despistadas que acuden
en camiseta de tirantes (ante el sofocante calor del septiembre florentino) se
ha buscado una solución que evite volver al hotel a cambiarse de ropa: unas
máquinas dispensadoras te proveen (por un módico precio) de una especie de
túnica de papel horrorosa que te cubre los hombros, el pecho y toda la silueta.
En
esta ocasión no me percaté de ello, pues el día anterior iba en manga corta y
no tuve la penosa necesidad de cubrirme, pero un policía en la puerta lateral
de la iglesia me recordó con un gesto antipático que tenía que taparme. Saqué
del bolso un pañuelo y me lo coloqué sobre los hombros y así ataviada me
permitieron la entrada a la maravillosa iglesia.
El
altar mayor estaba en restauración, cubierto completamente de andamios, pero un
poster gigante te mostraba su aspecto. En los laterales se sucedían las tumbas
de los más grandes genios: Dante, Maquiavelo, Miguel Ángel. Me entristeció encontrarme
con la escultura destinada a adornar la tumba de aquel genio que había creado
las más famosas del mundo, que nos había regalado el David y había llegado a
glorificar a los Medicis en aquellos impresionantes enterramientos. Su última
morada era sencilla y desprovista de todo fausto, inapropiada para un genio.
Los
turistas observaban todo con su audioguía en el oído. Para cada capilla había
que pagar una distinta. Me sorprendió observar a un grupo de turistas alrededor
de una de las tumbas del suelo. No parecía especial, no parecía de nadie
importante, pero una mujer joven con falta larga se colocó sobre ella con los
pies descalzos y permaneció allí un buen rato, en contacto directo con el
mármol frío de la losa. Pensé que alguna creencia la movería ha descalzarse
sobre ella, quizá la idea ancestral de que podría transmitírsele la energía o
la genialidad de aquella persona.
Lo
que más me gustó de Santa Croce fue su patio lateral. Aquel atrio de césped
verde y columnas sencillas que sostenían bóvedas de cañón, donde se respiraba
un ambiente fresco, tranquilo y lleno de arte y serenidad.
Interior de Santa Croce. |
Me
despedí con tristeza de aquel hermoso atrio y encaminamos nuestros pasos al
exterior, donde ninguno de los restaurantes de la plaza nos atrajo.
Callejeando
nos encontramos con la Tratoria Alfredo que disponía de un menú a precio
razonable. Nos sirvieron muy bien, a pesar de la hora, ya que en Italia todo es
mucho más temprano, la hora de las comidas, la hora de cierre de los comercios
y la hora del anochecer.
2 comentarios:
Muy buen recorrido el que nos has hecho de Florencia, una ciudad preciosa pero a la que recuerdo con demasiados turistas. Y ese Miguel Angel siempre me ha parecido el paradigma de la belleza masculina, es tan perfecto que solo le falta tomar vida.
Respecto a ese cubrirse cuando entras en una iglesia no es solo en Florencia, visitarlas en verano con tirantes es imposible, necesitas cubrirte con un pañuelo como tú hiciste.
Besos
Muchas gracias por tu comentario, Conxita.
Me encanta el David de Miguel Ángel, por eso, supongo, que le he prestado tanta atención en esta y otras entradas anteriores.
Sí, en las iglesias italianas (no sé si en otros países también) hay que cubrirse los hombros para que te permitan la entrada...
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