Un silbido se coló en mi subconsciente y me arrancó
de los brazos de Morfeo. Sonaba fuerte, intenso e irritante, pero al mismo
tiempo tenía algo de familiar. Tardé unos segundos en darme cuenta y una expresión
de extrañeza se dibujó en mi cara. Lo reconocí, era un sonido de mi niñez, lo
tenía olvidado en un rincón de mi mente y unas pocas notas de una flauta me lo devolvieron.
-¡El afiladooooooor!- gritaba mientras esperaba que
la gente, como antaño había hecho con su padre o su abuelo, le rodeara con los
más diversos instrumentos de cocina o costura.
Recuerdo otra voz, pero el mismo oficio, recuerdo la
moto con el motor arrancado y la piedra de afilar, recuerdo haberme acercado
alguna vez con unas viejas tijeras… ¡Qué extraño! ¿Cuánto tiempo hacía de eso?
En una sociedad de consumo, de obsolescencia
programada, no tenían cabida esta clase de oficios, pero en el recuerdo y en el
corazón de las personas, sí. Las circunstancias cambian y hay momentos en los
que rescatar el pasado se convierte en una buena opción.
Ese sonido familiar e inesperado me devolvió otros
que también había ido olvidando.
-Ya ha llegado a su barrio el tapicero- decía un
altavoz desde una vieja furgoneta.
Sonreí al rescatar los que tenía más cercanos en el
tiempo, como el del vendedor ambulante de almendras, que ofrecía sus cucuruchos
de papel cantando “¡Ay, qué ricas!” y los actuales vendedores de melones,
naranjas, papas y demás frutas o verduras, que siguen recorriendo los barrios y
que vuelven a tomar protagonismo.
-¡Un euro! ¡Un euro dos kilos de naranjas! ¡Venga,
señora, que me las quitan de las manos!
Me temo que no, no se las quitan de las manos, pero
por lo menos, no faltan euros en su bolsillo.
El silencio me sacó de mis pensamientos. No sonaba
la flauta. ¿Y el joven afilador? Me asomé a la venta y ya no había rastro de
él. Estoy segura de que no lo soñé, estaba ahí, aún había ecos de su chiflo. El
próximo día estaré más atenta por si se me presenta de nuevo la oportunidad de
viajar al pasado sin máquina del tiempo.