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viernes, 27 de mayo de 2022

Mi Camino con Santi.

Santi siempre tuvo la ilusión de hacer el Camino de Santiago. No sé cuántas veces me contó que se llamaba así por el apóstol y que sentía que se lo debía. Yo, en cambio, siempre fui agnóstica y no me apetecía pasar nuestra luna de miel caminado cientos de kilómetros por mitad del campo. Deseaba ir a Italia y él no puso ninguna pega. Pensé que podríamos navegar en góndola por Venecia, ver atardecer en Florencia, compartir cena a la luz de la velas en Roma e ir de compras por Milán. Pero además, Santi sería feliz visitando los maravillosos templos italianos y el Vaticano.

Fue un viaje maravilloso. Volvimos con un millar de fotos. Mientras seleccionaba las mejores para elaborar un álbum, descubrí que la ilusión de Santi por hacer el Camino no se debía solo a una cuestión religiosa. En las fotos de la plaza y del interior de la basílica de San Pedro del Vaticano se le veía feliz, pero sus ojos no brillaban como cuando hablaba de hacer el Camino. Así que al pedirme que nos convirtiéramos en peregrinos, le dije que sí. Quería acompañarlo en su sueño, aunque no fuera el mío.

Resultó hermoso caminar juntos por senderos desiertos, cruzar puentes románicos, visitar pequeñas ermitas, contemplar monasterios enclavados en la roca y disfrutar de la camaradería que se despertaba entre todos los que coincidíamos un tramo en aquella aventura.

Tropezarnos con cada señal con su conchita dibujada, o verla dorada incrustada en la calzada me hacía sonreír y, sin darme cuenta, mis ojos comenzaron a brillar como los de Santi.

De todo cuanto vi, lo que más me maravilló fue la catedral de Burgos. Le hice fotos a Santi en la Escalera Dorada y él captó el sol reflejando los colores de las vidrieras en mi pelo. La luz del gótico inundaba todo y nos besamos, con cierto reparo, en un rincón del claustro.

En la plaza del rey San Fernando nos sellaron nuestras credenciales y nos sentamos en el banco donde un peregrino de bronce descansa con su cayado en la mano. Pero cuando me levanté, el dolor de pies era casi insoportable. Sentía huesos y músculos que ni siquiera sabía que existían. Me curé las heridas, cenamos, descansamos y continuamos con nuestros planes. Santi también tenía los pies dañados, pero su ilusión le sostenía más que a mí. Y ya, al llegar a uno de esos pueblos con nombres hermosos que salpican cualquiera de las rutas, le dije que no podía seguir a pie. 

El bar de aquella localidad también expendía billetes de autobús y compramos dos para León.

Llegó pronto. Era un Mercedes donde se mezclaban lugareños con peregrinos. Pero cuando subimos, el asiento de Santi era el único libre de todo el vehículo. Miramos los tickets y los comparamos con el del turista alemán que ocupaba mi lugar. Los dos billetes eran iguales.

—Siéntate, cariño —me dijo mientras iba a hablar con el conductor.

Temí que hubiera problemas, pero lo solucionaron todo rápidamente.

—Disculpad por la equivocación. Hay un billete duplicado —nos explicó—. Pero tengo una persona que se baja en la siguiente parada.

—Yo —intervino una señora que había seguido nuestra conversación—, yo me apeo en Terradillos de los Templarios.

—Ahora, el vendedor te llevará en su coche hasta allí y ocuparás el asiento que quedará libre.

Inquieta, vi como se bajaba y el autobús se ponía en marcha sin él. Aquellos kilómetros se me hicieron eternos, pero al fin llegamos al pueblo. Allí estaba ya Santi apoyado en un viejo Mercedes, charlando con su “taxista”. La señora me saludó con la mano y descendió del autobús.

—¡Me he bajado de un Mercedes y me he subido en otro! —rió Santi entrando en el bus.

Todos aplaudieron. El señor que estaba junto a él me cedió su asiento para que estuviéramos juntos y él ocupó el mío.

—Es una señal de que siempre vas conmigo, Mercedes —susurró besándome.

Pasamos un par de días en León y continuamos nuestro peregrinaje hasta Santiago. Al abrazar al Santo, mi marido lloró de emoción y a mí se me saltaron las lágrimas cuando sostuve nuestras Compostelas en las manos. Aquel diploma, que un mes antes no significaba nada para mí, me hizo comprender que no solo las personas religiosas hacen el Camino. El Camino es un lugar de vivencias, aprendizaje y anécdotas que te hace encontrarte contigo mismo y que te une a los que te acompañan. En nuestro peregrinaje nos encontramos ateos que buscaban misterios herméticos, soñadores que deseaban seguir el camino del Grial, fanáticos de los templarios, amantes del arte ávidos de contemplar maravillas, ecologistas que anhelaban conectar con la madre Tierra y con quienes buscaban continuar la tradición.

—¿Volvemos el año que viene?—le sonreí ante la fachada del Obradoiro.

Dicen que todos los caminos conducen a Roma, pero, creo que en realidad, todos los caminos conducen a Santiago de Compostela.

© MJ

Relato para el concurso de Zenda #HistoriasdelCamino

Foto: Escultura al peregrino ante la catedral de Burgos.
Archivo personal.


2 comentarios:

Ángeles dijo...

Una bonita historia de amor, en el más amplio sentido: amor de pareja, amor por el arte, por las tradiciones, por el conocimiento... es decir, por el mundo y la vida.
Y creo que eso es justamente el Camino.

Muy atinada la frase de cierre ;)

Suerte en el concurso.

MJ dijo...

¡Muchas gracias por tus palabras, Ángeles. Sí, comparto tu opinión sobre lo que es el Camino, amor y búsqueda. La historia que cuento está basada en una anécdota real. Y la frase final, es algo que digo yo desde el día que descubrí en una acera de Bruselas una de las conchas que señalan el Camino. Ahí pensé: todos los caminos conducen a Santiago de Compostela.

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