El
enfado del GPS
Al
día siguiente pusimos rumbo a Lisboa. Nos habían dicho que los peajes en
Portugal eran muy caros, así que intentamos evitarlos. Lo intentamos y lo
conseguimos de tal manera que nuestro viaje se alargó más de lo previsto en carreteras
secundarias, campos de olivos, detrás de camiones españoles (gallegos para ser
más exactos) y puestos de fruta y verdura sembrados aquí y allá, con un
solitario campesino esperando que algún coche parara para comprarle la
mercancía. El sol nos acompañó todo el viaje y se colaba por la ventanilla incidiendo en mi brazo. Cuando llegamos a Lisboa el antebrazo lo tenía totalmente quemado.
Si
el GPS nos hizo perdernos en tierras andaluzas, en Portugal nos fue del todo
efectivo y hasta imprescindible. ¡Pobres viajeros los que no llevan un buen
GPS! La voz femenina nos guiaba con enorme precisión, recalculando rutas cuando
nos saltábamos algún desvío y enfadándose cuando nos equivocábamos. Hasta el
momento yo pensaba, ilusa de mí, que la ventaja de un GPS frente a un copiloto
estribaba en que el acompañante humano podía enfadarse si nos equivocábamos un
par de veces y llegar a la ira si nos perdíamos, pero aquel día descubrí que
los GPS también se enfadan. Es curiosa la forma de enfadarse del pequeño
ordenador de a bordo, no suspira, no se queja, no bufa, no grita… pero te
repite constantemente lo mismo, una y otra vez, como echándote en cara que te
has pasado la salida correcta, te lo dice tanto y tan seguido que incluso, en
tu humanidad (que no en la de él), te parece que hay cierto tono de ira en su
voz. Después aparece un cartelito que pone “recalculando la ruta”… y eso ya
es como si te culpara de tu ineptitud de
tal manera que hasta te entran ganas de disculparte.
Los
puentes de Lisboa
La
entrada a Lisboa está muy bien pensada. Por lo que pudimos comprobar hay tres
puentes para entrar, dos larguísimos, bonitos y llamativos, que están al
comienzo y al final de la ciudad y un tercero que está en un pueblo que hay que
atravesar entero hasta llegar, después de varios kilómetros a paso de tortuga,
a la capital. Los dos maravillosos puentes que te abren las puertas de Lisboa
son de pago, un pago por el que poco menos que podrían ponerte una alfombra
roja. Pero ambos son impresionantes. Por el que entramos, el Puente Vasco da Gama
(el más largo de Europa) hacía una curva sobre el río Tajo y te daba la
bienvenida a la ciudad. Vale la pena pagar la autopista de peaje que lo
antecede.
Sobre
el Tajo debo decir que es un río que nunca me había llamado la atención, que
siempre, en mi imaginación, estaba por debajo del Guadalquivir y el Ebro en el
“ranking” de ríos, pero que en Portugal tienen un inmenso cariño y todo lo
bautizan con su nombre: el Tejo. Mi primera impresión fue que aquello no era el
Tajo. No, no, no podía serlo. Aquello era como un mar del que a lo lejos puedes
alcanzar a ver la otra orilla. A lo lejos, muy lejos, un Cristo con los brazos
abiertos te espera. Las olas se balanceaban bajo el puente y llegaban hasta las
dos costas. ¡Ahora va a resultar que el Tajo es tan grande como el Amazonas!
Pues no, es el estuario y el Océano Atlántico que penetra en tierra.
Vista del río Tajo y uno de los puentes. A la izquierda, en la otra orilla, el Cristo con los brazos abiertos sobre un alto pedestal. |
1999
versus 1979
Llegamos
al hotel rápidamente con la inestimable ayuda del GPS (esta vez sin necesidad
de que se enfadara). El hotel tenía buen aspecto por fuera y un
aparcamiento estrecho y empinado por el que no era nada fácil entrar. En la
puerta del hotel había una pegatina que ponía: “Guía Michelín 1999”. El
recepcionista era un hombre de edad, uniformado, recto y serio que nos atendió
hablándonos una mezcla de castellano-portugués que se entendía bastante bien.
Nos entregó una funda que contenía un mando a distancia de TV, una tarjeta de
plástico duro troquelada con varios agujeros y otra similar (con los agujeros
en distintos lugares) que era la del “cofre”. Cuando vi aquello comencé a
temerme lo peor. Mis sospechas se vieron confirmadas cuando entré en la
habitación: dos camas de ochenta, una mesita de noche en el centro, un armario
antiguo y sin espejo, un escritorio con la encimera de mármol, todo con aspecto inequívoco de los años setenta y
una televisión plana último modelo sobre el escritorio. El cuarto de baño era
más moderno, pero conservaba su secador de pelo, con aspecto de película futurista rodada en los años setenta,
que había adquirido ese característico color amarillento del plástico que cubre
los monitores de ordenadores viejos. Hay que admitir que el secador era buenísimo
porque aún funcionaba. Todo demasiado antiguo
como para que le dieran el distintivo Michelín en el 99, creo que no se
lo habría merecido ni en el 89… Pero, al menos, todo estaba limpio.
Nuestra
primera intención fue almorzar en un restaurante portugués pero a aquellas
horas (las tres de la tarde) todo estaba cerrado o vacío. Pasamos por varias
plazas preciosas, con un encanto muy especial y un aire romántico que me agradó
mucho. En la esquina de una de ellas encontramos el “Hard Rock Café” y allí almorzamos.
Bienvenido
Mr. Marshal.
El
primer monumento que visitamos en Lisboa fue la catedral. Pudimos llegar a ella
por calles empinadas, ya que la ciudad está sobre varias colinas y hay grandes
desniveles entre unos barrios y otros.
La
primera impresión fue que era bastante pequeña para una ciudad tan grande, pero
es de imaginar que cuando se construyó (en plena edad media) Lisboa no contaba
con un elevado número de habitantes.
Aunque
tiene muros pesados y fuertes, el gótico se muestra a cada instante en
cualquiera de sus rincones. Por las vidrieras entraba una suave luz dorada y
los rosetones dibujaban sombras en el suelo.
Después de recorrer sus naves,
justo antes de llegar a la girola, nos encontramos con una taquilla. Intentamos
asomarnos para ver si había que pagar solo por ver el deambulatorio o había algo más. No
conseguimos que el empleado soltara prenda. Miramos, intentamos hacernos
entender, pero no había manera. En aquel momento un americano, se acercó a la
taquilla y sacó un billete de diez euros. El empleado negó con la cabeza al
tiempo que le hablaba en portugués. El americano nos dirigió una mirada y nos
preguntó, en inglés, si teníamos cambio. Le dijimos que no. Entonces con un
gesto generoso entregó el billete de diez euros y señaló que estábamos las tres
invitadas. Le dimos la gracias pero no nos atrevimos a entrar todavía porque
esperábamos para que Migue pagara su correspondiente entrada y viniera con
nosotras. El portugués se quedó algo extrañado por nuestra duda y buscó con la
mirada el sujeto de nuestra atención. Migue estaba sentado en uno de los bancos
y, aunque le hicimos señas, no nos veía. En aquel momento una turista alta,
delgada, rubia y guapa se coló entre Migue y nosotras y se convirtió en el
blanco de la mirada del taquillero. Éste, con una sonrisa, nos dijo en
portugués que si la “moça” venía con nosotras también quedaba invitada a entrar
en el recinto.
-
No, señor taquillero, a la “moça” no la conocemos de nada, quien viene con
nosotras es Migue, el marido de Mariví.
-¿Marido?
Se
ve que aquello no le hizo tanta gracia, la sonrisa se le congeló en los labios
y se volatizó su generosidad.
Entramos
las tres en el maravilloso claustro gótico. Vale la pena pagar cualquier
entrada para ver aquellos arcos y las pequeñas capillas. El patio estaba
abierto y cuadriculado debido a una excavación arqueológica. Algunas pasarelas
de hierro comunicaban las distintas partes del claustro. Una ventana con arcada
gótica daba al exterior. La luz entraba a raudales creando una postal única.
Podían verse los edificios opuestos, la ropa tendida de las vecinas y el
estuario, el gran estuario.
Volví
a cruzarme con “Mr. Marshal” y de nuevo le di las gracias por habernos invitado
a tan precioso lugar.
El precioso claustro de la catedral de Lisboa. |
6 comentarios:
Tus recuerdos me han traído a la memoria los míos propios, en particular la primera vez que crucé el famoso puente.
Qué amable el señor que os invitó, jeje.
No me acordaba de tanto detalle. Tienes una memoria privilegiada!. Es un placer leerte.
Me encanta tu forma de relatar hasta el mas mínimo detalle, realizas un cuaderno de viaje muy minucioso. Enhorabuena MJ.
Me alegro que el relato te haya traído buenos recuerdos, Ángeles. Sí, "mr. Marshall" fue muy amable y no puedo dejar de estarle agradecida por habernos invitado a ver aquel maravilloso claustro. ¡Lo que me gusta a mí un claustro gótico! :-)
Gracias, Mariví. Pero no es que tenga memoria privilegiada, es que lo escribí todo como un diario ;-)
Muchas gracias, Juan Carlos. Pero no sé yo si a veces eso de ser tan minuciosa pueda convertirse en algo malo... Espero no estar aburriendo al personal...
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