La primera vez que Mariana escuchó sonar el teléfono
ni siquiera se atrevió a acercarse. El timbre retumbó en todos los rincones de
la habitación y en la sesera se le afianzó la idea de que era cosa del diablo.
Aquello no podía ser bueno y rezaba para no tener que ser ella la que
descolgara el aparato. ¡Menuda ocurrencia haber mandado instalar aquel invento
demoniaco en la mansión! Pero ella era solo una criada a la que tocaba
obedecer los mandatos de la señora, por
muy maléficos que fueran. Ahora se sonreía al recordarlo. No fueron pocas las
veces que, temblando, tuvo que atender el teléfono sin tenerlas todas consigo…
¿sería una voz realmente humana la que sonaría al otro lado? Pero aquello no
era obra del diablo, al contrario, era un milagro. Un milagro que, llegado el
momento, la llevó a hacerse amiga de la telefonista, quien muchos años después,
sería la encargada de ponerle las conferencias a Madrid para poder hablar con
su Nicolás. Nicolás había llegado a su pueblo con el cinematógrafo y ella, sin
saber muy bien cómo, había terminado por aparecer en la película que se rodaba.
El muchacho no se dio por vencido hasta conseguir que sus requiebros terminaran
en boda, aunque para ello tuviera que dejar Madrid, la farándula y acabar
conduciendo, durante un breve espacio de tiempo, un vehículo de la muy
renombrada fábrica Hispano-Suiza como chófer de la insufrible señora de la
mansión.
Teléfono de principios del siglo XX. |
Ahora le venía a la memoria aquel día en el que,
como tantas veces, iba sola por el camino, con su cesta de mimbre. Detrás de
ella se acercaba a toda prisa una nube de polvo como traída por un feroz
vendaval y el sonido de un terrible vehículo. El claxon la sobresaltó sin
remedio.
“¡Rediez!” murmuró creyendo que eran los orates de
siempre. Pero no, en esta ocasión era la alegre y encantadora Soledad que,
mofándose de los hombres que pretendían protegerla, se había escapado con el
coche. Aún los elegantes Hispano-Suiza no se veían por los caminos de España,
pero el vehículo que conducía Soledad era el más moderno y veloz de aquellos
años.
La jovencita se ofreció a llevarla al pueblo.
-¿Qué? ¡Ni hablar! ¡Yo no me subo a ese cacharro ni
loca! Prefiero ir andando, como toda la vida. No me gustan los inventos
modernos.
Soledad la miró entre divertida e incrédula. Tuvo
que insistirle y hacerle notar que el mundo moderno traía nuevos avances a los
que debían sacar provecho. No estuvo presente, pero intuía que aquella
expresión de espanto que dibujaba su bello rostro debía ser la misma con la
que se vistió el día que instalaron el teléfono en casa. La conocía bien.
Porfiaron durante unos minutos hasta que Mariana
consintió en acomodarse en la bestia de hierro. Tenía miedo, pero también
curiosidad y un poquito de ilusión. Con una sonrisa se asió donde pudo y pidió
a la señorita que no corriera.
-Agárrate, qué vamos a volar- sonrió Soledad
arrancando el motor.
En su primer viaje en coche descubrió lo rápido que
podía ir y venir del pueblo a la mansión y hacer los recados. Sin embargo,
siguió sin gustarle aquel cacharro y, menos aún, cuando su aventura automovilística
terminó chocando contra un árbol. Felizmente no hubo grandes males que
lamentar.
Un modelo de la famosa fábrica de automóviles Hispano-Suiza. Hacia 1920. |
A finales del siglo XIX y principios del XX, escenas
como las narradas en la serie El secreto de Puente Viejo eran de lo más
comunes. Comenzaba una nueva era, una época en la que las “ciencias avanzaban
una barbaridad” y los nuevos inventos iban sucediéndose unos a otros dejando
anticuado el mundo que tan solo unos años antes se parecía tanto al de los
padres y los abuelos. A la gente mayor le fue más difícil adaptarse, algunos
veían algo de brujería en todo aquello, pero otros asistían entusiasmados al
avance de la tecnología. Las personas de mente abierta y los jóvenes ávidos de
novedades aceptarían encantados el cambio que comenzaba a transformar la vida
cotidiana. Para los que vinieron después tampoco fue fácil, ya que, aunque
habían escuchado sonar el teléfono desde su más tierna infancia o habían
montado en coche, aún les esperaban más inventos revolucionarios y más
revoluciones tristes y trágicas. Pero hubo una generación, esa que contábamos,
a la que le sorprendió en un momento determinado de su vida y se fue adaptando poco
a poco, bien por convencimiento propio, bien por imposición del devenir de los
acontecimientos.
Hubo un tiempo en el que no estaba claro qué invento
triunfaría y qué desatino sería relegado al olvido. Es sencillo de entender, en
ese momento, todos los avances (como ya había ocurrido en tiempos pasados con
el tren o el telégrafo) estaban en fase “experimental”, cómo saber lo que era
un genial invento que se perfeccionaría o un autentico disparate.
Hubo un tiempo en el que todo convivió. Igual que
las personas mayores (y muchas jóvenes) podían resistirse a subir a un automóvil
o a utilizar el teléfono; los caballos, carros y carretas seguían siendo los
medios de transporte más frecuentes para cortas y medias distancias (en esta
época ya no encontramos mayores problemas para subir a un tren) y el correo
seguía su auge sin perder resuello frente al teléfono (que solo podía
permitirse uno de cada mil habitantes) o, incluso, el telegrama (qué podía ser
muy rápido, pero no admitía extensos mensajes).
Esto que se nos presenta tan claro con la
perspectiva que nos da el tiempo, se repite, casi invariablemente, en cada
generación. Hace unos años nos creíamos los más listos y modernos al enseñar a
nuestros padres a programar el vídeo. Hoy en día podemos pelearnos frente a
nuestro ordenador o reprimir los deseos de estrellar el móvil contra el suelo
por no ser capaces de entenderlos y manejarlos. Sin embargo, un quinceañero
tocará un par de teclas y todo estará solucionado. ¿La expresión de nuestro
rostro reflejará entonces el mismo espanto que la de Mariana cuando sonó el
teléfono o Soledad hizo rugir el motor de su automóvil?
2 comentarios:
Es verdad que cada generación tiene sus inventos y sus sobresaltos propios, y que siempre la novedad entusiasma a unos y espanta a otros. Pero, ¿no te parece a ti que desde hace un tiempo, unas décadas, ya no nos asombramos de casi nada? Antes los inventos y las novedades llegaban con cuentagotas; ahora los avances científicos y técnicos son constantes y parece que cuanto más cosas se inventan más fácil es seguir inventando. Cada nuevo avance propicia a su vez otros avances, y estamos tan acostumbrados que casi no prestamos atención. No sé si estarás de acuerdo.
Una entrada muy bonita :)
Gracias, Ángeles. Ya sabes que yo me asombro de casi todo, así que me veo un poco como Mariana o como Soledad, según me guste más o menos el invento que tenga delante. Es verdad que últimamente parece que los avances van muy rápido y estoy segura de que cuando sacan algo nuevo (por ejemplo la nueva actualización de una tecnología) ya está inventada la siguiente (pero lamentablemente en lugar de vendernos la última, nos venden la penúltima, para que el año que viene nos tengamos que comprar la última, así sacan más beneficio) por eso tenemos la sensación de que todo va tan rápido (o quizá es que soy muy mal pensada). Pero estoy de acuerdo en que la mayoría de la gente ya no se asombra de nada, que siempre espera más.
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