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miércoles, 18 de abril de 2018

Excursión a Medina Azahara: lluvia y un guía muy particular



Reservé con mucha antelación una excursión para pasar el día visitando Medina Azahara y la ciudad de Córdoba junto con un grupo de amigas. La cosa prometía, pues yo nunca había estado en Medina Azahara y me habían hablado muy bien del lugar. Pero justo unos días antes se instaló una borrasca sobre los cielos de España y allí se quedó muy a gusto. Sabíamos que llovería pero la excursión no se anuló. Nosotras íbamos preparadas con nuestras botas de agua, zapatos y calcetines de repuesto, chubasquero y paraguas.

Empezó por no quedar claro dónde debía recogernos el autobús pero la cosa acabó como una simple anécdota. Las personas que esperaban en la parada subieron ocupando cada uno el asiento asignado y nosotras hicimos lo propio. Nuestro guía se sorprendió de que todos nos hubiésemos sentado en la parte trasera, tan “lejos” de él y nos dijo que nos sentáramos delante que solo íbamos a ser 15 personas. Todos nos miramos y nos encogimos de hombros sin movernos del lugar asignado. Menos mal que no le hicimos caso porque en la siguiente parada el autobús consiguió un lleno absoluto.

Vista de Medina Azahara.

El guía se presentó oficialmente, afirmó que su reto era regresar del viaje sin que se le perdiera ningún “abuelillo” y que había hecho una recopilación de canciones para la ocasión con todo el cariño del mundo. ¡Ay, ay! Me temí lo peor y mis temores se vieron confirmados cuando sonó la primera de las canciones con mucha guitarra española, mucho “poderío” y mucho arte. Nada detendría a nuestro guía en su idea de “viva el viiiiiiino y laaaaaaas mujeres, que por algo son regalo del Señor”… Tuvimos nuestra ración de Camarón, El Fary, Los Chichos, Los Chunguitos, Las Grecas… que pueden estar muy bien en determinados momentos, pero no a las ocho de la mañana, a todo volumen, en un autobús lleno de gente que dormitaba o intentaba conversar con el acompañante. Nada haría entrar en razón a nuestro guía que desatendía las protestas de los pasajeros, no sé si porque no le interesaba que le estropearan su recopilatorio o porque realmente no los escuchaba ya que sus voces se ahogaban bajo la potencia de Manolo Escobar o Isabel Pantoja. Los pobres “abuelillos”, como él se empeñaba en llamarlos aunque les molestara, le gritaban que quitara la música, que la bajara o que pusiera la radio, pero todo caía en saco roto. 

¡Seremos viejos, pero no estamos sordos!

- ¡Con lo joven que es y nos pone canciones del año de la pera! ¡Pon algo de ahora!

Nuestra única esperanza era que el CD se acabara. ¡Fuimos unos ilusos! Cuando el CD finalizó ¿qué ocurrió? ¡Qué lo volvió a poner dos veces más!

Paramos en la mitad del camino para desayunar y proseguimos nuestro viaje camino a Córdoba.

Nuestro guía, un cúmulo de sorpresas, nos anunció que, como el día estaba lluvioso (aún no había llovido), no visitaríamos las ruinas de Medina Azahara como estaba programado, sino el centro de recepción donde se nos proyectaría una película hablándonos del lugar, después iríamos a un centro comercial y finalmente a la ciudad de Córdoba con visita opcional a la Mezquita.

Mis amigas y yo nos miramos incrédulas… ¿Habíamos viajado hasta Córdoba con la promesa de ver Medina Azahara y nos iban a poner un documental y llevarnos a un centro comercial? Nuestras protestas se hicieron oír y, otras personas se unieron a nosotras, hasta conseguir un amago de motín que el guía sofocó prometiendo que quien quisiera podría subir a las ruinas ¡media hora!

Llegamos al aparcamiento y tuvimos que esperar a que el guía acompañara a aquellos que iban a ver el documental, recogiera las entradas y volviera con nosotros para que subiéramos en un bus lanzadera que nos llevaba al pie del yacimiento. No dejó de protestar en todo el camino y temer que alguien se rompiera la cadera.

Conseguimos entrar en la antigua ciudad califal donde podían verse grupos de visitantes aquí y allá cada uno con su guía. Nosotras nos fuimos sin el nuestro. Una parte del complejo estaba cerrado porque, precisamente ese día, estaba grabando un vídeo musical el grupo Medina Azahara ¿Qué mejor lugar para ello? Pero el tiempo no acompañaba y el viento barría el pelo rubio y largo del cantante que tenía que repetir la toma una y otra vez.

El grupo musical Medina Azahara posando en la antigua ciudad de Medina Azahara.

Comenzó a chispear y varias de nuestras amigas corrieron a refugiarse en el punto de encuentro, único lugar techado del yacimiento. Nosotras decidimos seguir para ver las pocas paredes y arcos que seguían en pie después de más mil años (la ciudad la mandó construir Abderraman III entre los años 936 y 976). Fuimos rápidamente, cruzándonos con otros grupos de visitantes que presumían de que eran chicarrones del norte, que una simple llovizna no les iba a amilanar y permanecían parados frente algún muro escuchando las largas explicaciones de su guía.

De repente un torrente de agua comenzó a caer sobre nosotras, el viento puso los paraguas del revés y en unos segundos quedamos empapadas. Todo estaba chorreando, nuestra ropa, nuestros bolsos, nuestras cámaras, nuestro pelo exactamente igual que si acabáramos de salir de la ducha. Ya no quedaba rastro de nadie, ni siquiera de los chicarrones del norte.

El camino de regreso al único lugar techado era cuesta arriba y allí nos dirigimos luchando contra el viento y el agua casi sin poder caminar. En el último tramo estaba ya tan cansada, ahogada y empapada que no me esforcé más y mi amiga me grabó en vídeo desde la protección de la estación base mientras yo subía a paso lento bajo la lluvia…
Medina Azahara bajo la lluvia, al fondo se ven algunas personas con paraguas.

Nos agolpamos bajo el techo esperando la llegada del bus lanzadera y nos metimos todos dentro como sardinas en lata. El guía nos miraba y repetía: “no quería decirlo… pero os lo dije”.

Todo el día lo pasaría con el pelo mojado y soltando gotitas de lluvia cada vez que movía mi bufanda pero, asombrosamente, no me resfrié.

Después comimos en un buffet, todo muy rico y abundante. Cuando salimos de allí, aún estaban nuestros acompañantes poniéndose morados a base de gambas de Huelva…

Había dejado de llover y las nubes comenzaron a disiparse dando paso a grandes claros azules, de ese color que solo los cielos andaluces poseen.

Mezquita de Córdoba.
Estuvimos más de media hora sentadas en el autobús vacio, esperando que nuestros compañeros de viaje se dignaran a aparecer para continuar el viaje y comentando la mala pata de que nos lloviera justo en Medina Azahara y ahora saliera el  sol… ¿No podíamos volver? No habíamos logrado ver gran cosa del yacimiento…

Cuando los “abuelillos” regresaron al autobús no faltó quien dijo: “ya hemos comido, ahora volvamos a casa…”

No, no, no… de volver a casa nada, que aún quedaba visitar la Mezquita de Córdoba. Y allí fuimos, aunque el guía nos había prometido que antes nos enseñaría los alrededores contándonos cosas curiosas sobre la ciudad y después quien quisiera tendría tiempo de visitar la Mezquita y los demás podían sentarse a tomar un café tranquilamente.

El autobús paró junto al magnífico puente romano y concertamos el sitio y lugar en el que nos reuniríamos para volver a casa. Pero en el camino entre el puente y la puerta de la Mezquita perdimos de vista al guía y a nuestros compañeros. Los buscamos por todas partes, adentrándonos en las callejuelas de la antigua judería, estrechas, pintorescas y repletas de tiendecillas de recuerdos. Ni rastro. Volvimos sobre nuestros pasos, compramos la entrada de la Mezquita y allí apuramos todo el tiempo que nos habían dado hasta la hora de regreso. Había poca gente en el interior del monumento, pero ninguno de ellos eran nuestros compañeros… Parece ser que ya estaban cansados o que un café puede resultar más atractivo que una catedral incrustada en el interior de una asombrosa mezquita de infinitos arcos.

Crucero de la catedral renacentista en el interior de la Mezquita de Córdoba.

Corrimos por el puente romano hasta el autobús para llegar a la hora señalada casi sin detenernos para hacer fotos a la silueta de la ciudad. Los “abuelillos” habían sido más rápidos porque estaban todos allí, sentados ordenadamente, diciendo: “ahí llegan las fotógrafas”…

El guía nos anunció que era el cumpleaños del conductor del autobús. Cumplía 65 años y aquel era su último trabajo, a las ocho de la tarde debíamos estar en nuestra ciudad porque comenzaba la jubilación del buen hombre. La gente aplaudió y le cantamos el “cumpleaños feliz”… y deberíamos haberle seguido cantando nosotros antes de que el guía volviera a endosarnos su famosa recopilación de canciones. Cuando hubo terminado el CD nos anunció que no lo volvería a poner si contábamos chistes, porque éramos unos sosos. Como nadie se ofrecía voluntario, comenzó contando él mismo uno verde y malo. La gente siguió sin animarse y el joven cumplió lo dicho haciéndonos escuchar a todo volumen y en bucle el CD que había preparado con tanto cariño… y destacando que había logrado regresar sin que se le perdiera ningún “abuelillo”.
 
Puente romano y torreón en Córdoba.

martes, 3 de abril de 2018

Sobre los papeleos, los que no saben tratar con el público y la guasa que tiene la gente.



Hace poco tuve que ir a formalizar una documentación que necesitaba con cierta urgencia, por lo que me apresuré a sacar cita previa a través de internet y presentarme el día y la hora indicada. Recuerdo que tenía la cita a las 13:15h y llegué con bastante antelación por si no se presentaban los números anteriores. Sospechaba que alguno dejaría pasar su cita porque, aunque a mí me corría prisa, otros no veían este papeleo como necesario y el día amaneció con un aguacero de los que no se veían desde hacía tiempo. Pero cuando llegué a la oficina me encontré mucha gente en la puerta.

https://pixabay.com/es/burocracia-aktenordner-papeleo-2106924/
 El edificio tenía una cornisa amplia bajo la que todos se agolpaban, menos un muchacho rumano que había optado por quedarse fuera, quizá para librarse de la aglomeración, y esperaba impasible bajo la lluvia con un chándal de llamativo estampado.

El guardia de seguridad no parecía reparar en nosotros desde la comodidad del interior del edificio y se paseaba entre la puerta de cristal y el arco de seguridad que franqueaba la entrada.

Así pasamos un buen rato, hasta que salió a proclamar que podían entrar las personas que tenían cita a las 12:00 y 12:15. Miré el reloj con extrañeza. Era casi la una de la tarde y todavía tenía que esperar a que atendieran a una buena cantidad de personas.

El segurita volvió a salir un rato después para pedir que entrara la siguiente tanda y dos muchachas extranjeras aprovecharon para pedirle que las dejara entrar. El hombre las escrutó con gran seriedad y les preguntó si tenían cita, a lo que las muchachas dijeron que no. Entonces les dijo secamente que sin cita no serían atendidas. Ellas preguntaron cómo se pedía cita y él, por toda respuesta, les señaló un cartel que estaba colgado en la puerta. El cartel remitía a una web y a un número de teléfono. Las jóvenes se miraron sorprendidas. Los que esperábamos bajo aquel pequeño techo fuera de la oficina también nos dirigimos unas miradas de asombro al ver la parquedad de palabra y los modos rudos con los que el guardia había respondido a las extranjeras. Yo sentí un poco de vergüenza al tratar de imaginar la impresión que las muchachas se llevarían de los españoles ante tal comportamiento, pero ellas debían tener mejor sentido del humor que yo, ya que se lo tomaron a guasa y cuando el de seguridad se dio la media vuelta comenzaron a cuchichear y reír.

-Llevo aquí una hora y aún no lo he visto sonreír ni un instante- dijo una señora que esperaba junto a la puerta.

-Es que si sonríe se disloca la mandíbula- se burló un caballero que sostenía un paraguas negro.

Mientras, iban llegando más personas y el escaso espacio de techo se nos iba haciendo cada vez más pequeño.

-Los de las 12:30- dijo el de seguridad asomando de nuevo.

-Disculpe- volvió a intervenir la muchacha extranjera – ya que estamos aquí ¿podríamos entrar y pedir cita en el mostrador?

El guardia negó con la cabeza y volvió al interior del edificio con las personas citadas.

Cuanto más intentaba hacerse respetar más conseguía el efecto contrario. El tono grave, hosco y antipático del empleado lograba que la gente permaneciera seria mientras él estaba presente, pero, en cuanto se daba la vuelta, todo el mundo se lo tomaba a risa y no paraba de hacer bromas.

-¡Qué sorpresa! ¿Cómo vosotros por aquí?- preguntó una señora que acababa de llegar a un matrimonio que compartía paraguas.

-Ya ves- dijo la mujer- De papeleo.

-Llevamos toda la semana de papeleo- se quejó el marido- Ayer estuvimos dos horas en comisaría para hacernos el pasaporte… Porque a mi mujer se le ha ocurrido que marzo es muy buen mes para viajar… ¡marzo! ¡Con una ola de frío polar, una ciclogénesis explosiva, inundaciones en toda Europa!

-¿Cómo iba a saber yo…?- protestó la interpelada.

-Haciendo caso al hombre del tiempo- la interrumpió – Ya lo venía advirtiendo desde antes de que sacáramos los billetes. El tiempo está muy malo…

-¿Habéis visto que ahora le han puesto nombre a las borrascas?- intervino la recién llegada – Como los americanos les ponen nombre a sus huracanes, ahora nosotros les vamos a poner nombre a nuestras borrascas, a falta de huracanes…

-¡Qué Dios nos libre!- se alarmó el pobre hombre.

Al cabo de unos minutos volvió a aparecer el de seguridad para llamar a los de las 12:45.

Entonces el muchacho rumano se acercó hasta la puerta con la intención de entrar en la oficina, pero el guardia lo detuvo y lo miró con disgusto comenzando a echarle una gran reprimenda. El joven se puso blanco y sus ojos reflejaron una mezcla de asombro y miedo que a todos nos hizo comprender que pensaba que el segurita llamaría a la policía y se lo llevarían, poco menos que esposado. Pero aquella impresión no podía estar más equivocada y solo se debía a la falta de conocimiento de nuestra idioma, ya que, aunque el tono del guardia nos había alarmado a todos, sus palabras no eran nada amenazantes.

-… ¿Por qué no te has resguardado bajo el techillo? ¡Mírate! ¡Estás empapado!
Efectivamente, el joven había permanecido bajo una incesante lluvia sin paraguas, y estaba tan calado que la ropa se le pegaba al cuerpo y el color del chándal se le había oscurecido.

-¡Vamos, entra, entra!- le dijo abriéndole la puerta.

https://pxhere.com/es/photo/700326


Las muchachas extranjeras no se habían marchado con la esperanza de que el responsable de seguridad acabara siendo amable con ellas. Al contemplar que, a pesar de la bronca que le había echado, finalmente había dejado pasar al joven, y obviando que el muchacho tenía cita, las dos cruzaron una significativa mirada y luego observaron decididas la lluvia que caía fuera. El de seguridad se pasó la mano por la cara con un gesto de auténtico hartazgo, pero les permitió la entrada.

Al cabo de un rato volvió a asomar y solo dijo:

-Había una persona para las 13:15. ¡Qué pase la puerta de cristal!

¡Ay, ay! ¡Qué esa persona era yo! ¿Por qué me llamaba a mí solamente? ¿Y los demás? Crucé entre la gente que estaba delante y pasé la puerta de cristal como me había indicado, pero junto a la puerta estaba el arco de seguridad, así que lo pasé también. Y aunque no pitó, oí su voz airada gritarme:

-¡He dicho la puerta de cristal, no el arco!

Volví rápidamente sobre mis pasos y me quedé entre la puerta y el arco sintiendo que había metido la pata. Yo no tenía tanta cara como las dos jóvenes que no habrían dudado en ponerse bajo la lluvia para que las dejara pasar, pero tampoco la falta de comprensión del idioma del muchacho rumano que pudiera justificar mi expresión de susto. No sabía qué hacer porque el espacio entre la puerta de cristal y el arco de seguridad era tan pequeño que tampoco me parecía lugar adecuado para pararse.

-¿He dicho yo el arco?- volvió a gritarme.

-¿Dónde me pongo?- fue lo único que se me ocurrió.

-Aquí, aquí- murmuró una muchacha que también estaba esperando en aquel recoveco.

 El empleado cruzó el arco de seguridad mientras nos dejaba allí, en tierra de nadie. Miré a través del cristal a la gente que esperaba fuera, y pude darme cuenta que, una vez más, cuchicheaban y reían entre ellos llegándome a hacer gestos de complicidad bajo aquel techito mientras la lluvia seguía cayendo a sus espaldas.

-Pasad- nos dijo.

Y por fin entré en el edificio, donde el personal administrativo me trató correctamente y pude hacer el trámite que tenía pendiente.