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miércoles, 25 de julio de 2018

Diario de viaje: Florencia y Pisa I. Una marquesa imaginaria con miedo a volar.



Como una marquesa.

La historia que os cuento comienza en Baeza, Patrimonio de la Humanidad, tierra hermosa donde las haya, con sus magníficos palacios y sus plazas que te transportan a otra época. Quien no haya estado en Baeza no entenderá cómo el tiempo puede detenerse y la historia plantarse, no comprenderá como las cosas bellas pueden llegar a hacerse costumbre y lo sorprendente es dejar de verlas.

Vista de la preciosa localidad de Baeza, Jaén (España).

Nos hospedamos en el palacio de los Salcedo. Apellido noble, pero más noble el edificio, con un patio interior de arcos de medio punto de un sobrio renacimiento español. Las habitaciones ambientadas en época tardía, con un armario de puertas con telilla metálica (que, en mi ignorancia, me recordaban las de un gallinero), una gran cama y un baño con decoración exquisita. Las noches pasaron apacibles, las mañanas, al abrir la puerta de la habitación y encontrarme con la columnata, se tornaban alegres y radiantes. Los días me habían transportado en la máquina del tiempo. Incluso tuve la oportunidad de ver la serie “Águila Roja” en mi habitación “ambientada” y me sentí como la señora marquesa en mi palacio precioso y tranquilo.

El patio interior del Palacio de los Salcedo en Baeza.

Pero Baeza dejó tan profunda huella en mí, concretamente en mi brazo, que no pude dejar de llevarla conmigo. Fue el día que subí a la torre de la catedral. Unas empinadas escaleras de caracol, sin barandilla ni nada que se le parezca, cada vez más rústicas y estrechas, cada vez más sofocantes y oscuras marcaban la ascensión. Arrepintiéndome de la subida estaba, cuando alcancé a ver la luz de la cúspide y mi ánimo recobró fuerzas. Subí, subí y, cegada por el sol, no vi una inesperada barandilla exterior con un hierro suelto que me sacudió el brazo. Sentí que el hueso me vibraba, como una campana tañida, y la carne me quemaba. De recuerdo de Baeza me llevé un inmenso moratón.

Torre de la catedral de Baeza.


Exigencias y más exigencias.

No me dio tiempo a descansar. Solo pasé una noche en mi cama y al día siguiente tuve que preparar la maleta para el siguiente viaje. Esa misma tarde volábamos hacia Pisa. Apenas había aterrizado en el siglo XXI cuando me tuve que meter en el aeropuerto. Llevaba solo una maleta, una maleta muy bien pensada (días enteros pensando en ella y en el dichoso neceser transparente con tarritos pequeños donde debían ir los productos de higiene personal), todo tenía que caber en esas medidas exactas que te exigen las compañías aéreas low cost. Te pueden cobrar por todo. Me habían contado que si llevas tu bolso y tu maleta lo consideran dos bultos y te cobran 50 euros por la maleta, que no puedes llevar botella de agua al pasar el control, que cualquier cosa te pita y tienes que quitarte el cinturón y los  zapatos. Todo un quebradero de cabeza para no llevar nada metálico que haga saltar una alarma, el neceser a mano para enseñárselo al de seguridad, la maleta medida porque si excede de las dimensiones indicadas te la cobran a 50 euros, los billetes de avión impresos a la mejor calidad y en color porque si no les parece bien te lo sacan ellos por otro “módico” precio. Además habíamos sacado una segunda copia, por si las moscas. Todo eran  exigencias. En lugar de que los pasajeros exigieran sus derechos, era la compañía de low cost la que exigía al pasajero. Estábamos preparadas, con dinero extra, seguras de que nos pondrían alguna pega, alguna trampa, para poder cobrarnos más.

Yo iba asustada. No era la primera vez que montaba en avión. Pero cuando lo hice, era una quinceañera inconsciente y ahora era una adulta… demasiado miedosa.

Pasamos todos los controles y me asaltó el remordimiento. No sonó ninguna alarma, no midieron ni pesaron la maleta, no pusieron pegas a la tarjeta de embarque, no me pidieron que mostrara el neceser. No había trampa ni cartón. Y yo creyendo que eran unos timadores que daban cualquier escusa para cobrarte más de lo acordado. No, nada de eso. La gente llevaba maletas más grandes, habían imprimido sus pasajes en blanco y negro con calidad dudosa y nadie había puesto objeciones.

¿En el asiento del piloto?

Cuando abrieron las puertas para el embarque la gente se apresuró a ponerse en la cola, una cola muy larga y llena de prisas. Los miré sorprendida y pensé que estaban muy impacientes por montarse en el avión… demasiado impacientes. ¿Solo yo tenía miedo?

Una azafata muy sonriente y un “azafato” graciosillo nos recibieron en las puertas del avión dándonos la bienvenida. Yo iba con el billete de embarque en la mano, mirando el número de asiento que llevaba escrito. Me parecía un número demasiado alto para un avión de esas dimensiones, pero como habíamos sacado las plazas con poca antelación pensamos que nuestro sitio sería al final. Cuando entramos ya había varias personas  sentadas en las dos primeras filas (los que habían embarcado como preferente) y la gente se iba sentando por la zona delantera. Nosotras comenzamos a caminar y caminar mirando los asientos. ¿Dónde nos sentamos? Llegamos al final y ni rastro de nuestra numeración.

La gente ya había acaparado la zona delantera, pero seguían entrando pasajeros. Tuvimos que volver a la zona donde estaba el azafato sonriente, yendo contracorriente, para decirle que no encontrábamos nuestro sitio y que nos ayudara. Así, cruzándonos con la gente en los estrechos pasillos y estorbándonos unos a otros, oí retazos de conversaciones y comprendí que no estaban siguiendo ninguna numeración.

-¿Dónde nos sentamos?- preguntó Eva.

-Donde queráis- respondió el graciosillo – Menos en el asiento del piloto.

Quedamos como unas catetas. Me sentí como Martínez Soria en Torremolinos.
No quedaba ya demasiado donde elegir, así que, como novatas que éramos, nos sentamos en la mitad del avión, justo en las alas.


El despegue.

Seguía teniendo miedo y recordando la fuerte sacudida y el ataque de risa nerviosa que le dio a la versión quinceañera de mí misma cuando se elevó el avión que me llevaba a Mallorca… ¡yo también quería un puente, como en la canción! Pero esta vez no hubo nada de eso, ni sacudida, ni risa nerviosa, ni deseos de un puente. Las que sí se reían eran las azafatas haciendo, con poca gana y mucho cachondeo, los típicos gestos de las explicaciones sobre  casos de emergencia. Todo en inglés, por supuesto. Inglés, inglés y más inglés. Luego en español ¡ya era hora!

-Debajo de sus asientos tienen chalecos salvavidas en el caso, bastante improbable, de que caigamos al mar.

¿Eh? ¿Qué ha dicho? ¿Bastante improbable caer en el mar?... ¡Pues como caigamos en tierra no lo contamos! ¡Ay, ay! ¡Qué miedo!

Después lo explicaron en italiano y las azafatas seguían con su cachondeo.

Estábamos en el aire. La verdad es que con tanto lio de idiomas, la novedad de las explicaciones y las risas de las azafatas se me fue pasando el miedo. Ellas estaban tan sonrientes, con tanto cachondeo encima y hacían ese viaje todos los días, varias veces… Entonces, no habría nada que temer.

Miré por la ventanilla. Las alas temblaban… ¡ay! ¡ay!

-No deberíamos habernos sentado aquí. ¿Será normal que las alas vibren tanto? A la vuelta nos sentamos en otro lugar.

Otra vez me asomé a la ventanilla. La ciudad se empequeñecía, el cielo lo inundaba todo, el mapa empezaba a tomar forma. Fue precioso, de una belleza tan cautivadora que tenía la sensación de que valía la pena y no podía apartar los ojos de allí.


De compras en el teletienda.

Volvieron a dirigirse a nosotros por la megafonía del avión. Yo atendí. Esperaba más instrucciones. No las había, solo nos informaban que nos iban a pasar una revista de la compañía y que estaba a nuestra disposición la prensa del día a un “módico” precio. Las revistas no llegaron hasta nosotras y la prensa no la compramos.

Yo no lo sabía, pero este era el preludio de la hora y media de teletienda con el volumen a tope que nos esperaba en el avión. Las azafatas iban apareciendo muy sonrientes con los productos disponibles: comida, revistas, joyas, relojes, perfumes, cremas antiarrugas, lotería, billetes de autobús…

-Si os toca la lotería de abordo todo el personal estará encantado de acompañaros al Caribe o cualquier otro destino que elijáis para vuestras maravillosas vacaciones. Invitadnos- decía la azafata posando como si estuviéramos en la tele.

Después de prestar atención a los primeros productos y, descubriendo que el viaje iba ser un teletienda intensivo, hicimos caso omiso, sacamos la cámara y nos hicimos fotos.

Aunque parezca mentira la gente compraba. Habían salido de España con lo necesario, pero de repente, en el avión, descubrían que no podían vivir sin ese precioso reloj o ese perfume embriagador.

Una de las pasajeras probó el perfume. Era de spray. Un olor maravilloso. Después se lo quiso dar a probar a su acompañante, pero aunque apretaba el botón no salía más perfume.

-Esto está roto- le dijo a la azafata.

-No, no- se rió – Es por la presión de la cabina. Solo sale una vez porque ya estaba en el tubo, pero la presión impide que vuelva a salir. Cuando estemos en tierra funcionará perfectamente.

-¡Oh, claro!- respondió la pasajera avergonzada.

“Otra Martínez Soria” pensé yo con cierto alivio.

Nos habíamos comprado dos botellitas de agua en la sala de embarque a precio de oro. Entonces, saqué de nuevo la botella y vi que,  efectivamente, se había salido todo el aire de ella y estaba medio aplastada, y mantenía su forma porque le quedaba agua dentro. Curioso.

Atardecer entre nubes.

Ya estaba tranquila. Como una niña curiosa a la que todo le asombra, las cosas que veía y escuchaba llamaban tanto mi atención que el miedo había desaparecido.

Había pensado que yo era la única tonta miedosa y que el resto de los pasajeros estaban de lo más tranquilos, pero al levantarme de mi asiento descubrí la cantidad de gente asustada que viajaba con nosotros. Algunos habían bajado la “persiana” para no ver que estaban en el aire, pero la mayoría de los miedosos estaban tumbados sobre el regazo de su acompañante,  con las manos en la cara, deseando tomar tierra. Me sorprendió y me entristeció. Ni el teletienda, ni el cachondeo de las azafatas les había tranquilizado.

Volví sobre mis pasos y se lo conté a Eva. Nosotras mirábamos por la ventana, pese a las alas temblorosas.

Atardecía. El atardecer más bello y novedoso que había visto. Desde el aire, sobre las nubes, con la luna más cerca y más grande, el cielo se sonrosaba y el sol se perdía hacia España, mi querida España donde aún era de día, mientras que mirando al frente, hacia Italia, ya reinaba la oscuridad de la noche.

Atardecer entre nubes.


¡Aplausos!

En la oscuridad de la noche se divisaron las luces de las ciudades. El mapa del norte de Italia se recortaba sobre el Mediterráneo como en un sueño.

El teletienda no finalizó hasta pocos segundos antes de que nos indicaran que íbamos a tomar tierra y nos advirtieran que siguiéramos las indicaciones del personal, ya que íbamos a tener que caminar por la pista y resultaba extremadamente peligroso pasar por debajo de uno de los motores. Después nos agradecieron que voláramos con ellos.

De repente las luces se encendieron, parpadearon y una música de caballería resonó aún a mayor volumen que el teletienda. La gente comenzó a aplaudir estrepitosamente, como en uno de esos concursos donde el regidor levanta el letrero que dice “Aplausos”.

-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Celebran que no nos hemos estrellado?- pregunté sobresaltada.

Evidentemente la gente, acostumbrada a viajar en avión, sabía algo que nosotras ignoráramos. Después comprendimos que tal alboroto se debía al hecho de haber llegado al destino antes de la hora fijada, como si tuvieran que batir algún record personal.

Al bajar, la zona cercana a los motores había sido acordonada con una cinta blanca reflectante y el personal se afanaba porque nadie se despistara y caminara en fila por el lugar indicado. Estábamos cerca de la terminal, pero tuvimos que recorrer un trecho antes de llegar a la zona cubierta. El primer suelo italiano que pisaba era el asfalto de las pistas del aeropuerto de Pisa.

La ciudad vista desde el cielo nocturno.

Lee diario de viaje: Florencia y Pisa II. El duomo sin síndrome de Florencia.

2 comentarios:

Mariví dijo...

¡Un buen relato!. Muy curioso el relato del viaje en avión. Y precioso el Palacio de los Salcedo, seguro que todo un acierto para volver. Baeza es preciosa. Volveré!.

MJ dijo...

Muchas gracias por tu comentario, Mariví. Si, Baeza es uno de los lugares mas bonitos del mundo. Yo también quiero volver.

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