Santi
siempre tuvo la ilusión de hacer el Camino de Santiago. No sé cuántas veces me
contó que se llamaba así por el apóstol y que sentía que se lo debía. Yo, en
cambio, siempre fui agnóstica y no me apetecía pasar nuestra luna de miel
caminado cientos de kilómetros por mitad del campo. Deseaba ir a Italia y él no
puso ninguna pega. Pensé que podríamos navegar en góndola por Venecia, ver
atardecer en Florencia, compartir cena a la luz de la velas en Roma e ir de
compras por Milán. Pero además, Santi sería feliz visitando los maravillosos
templos italianos y el Vaticano.
Fue
un viaje maravilloso. Volvimos con un millar de fotos. Mientras seleccionaba
las mejores para elaborar un álbum, descubrí que la ilusión de Santi por hacer
el Camino no se debía solo a una cuestión religiosa. En las fotos de la plaza y
del interior de la basílica de San Pedro del Vaticano se le veía feliz, pero
sus ojos no brillaban como cuando hablaba de hacer el Camino. Así que al
pedirme que nos convirtiéramos en peregrinos, le dije que sí. Quería acompañarlo
en su sueño, aunque no fuera el mío.
Resultó
hermoso caminar juntos por senderos desiertos, cruzar puentes románicos, visitar
pequeñas ermitas, contemplar monasterios enclavados en la roca y disfrutar de
la camaradería que se despertaba entre todos los que coincidíamos un tramo en
aquella aventura.
Tropezarnos
con cada señal con su conchita dibujada, o verla dorada incrustada en la
calzada me hacía sonreír y, sin darme cuenta, mis ojos comenzaron a brillar
como los de Santi.
De
todo cuanto vi, lo que más me maravilló fue la catedral de Burgos. Le hice
fotos a Santi en la Escalera Dorada y él captó el sol reflejando los colores de
las vidrieras en mi pelo. La luz del gótico inundaba todo y nos besamos, con
cierto reparo, en un rincón del claustro.
En
la plaza del rey San Fernando nos sellaron nuestras credenciales y nos sentamos
en el banco donde un peregrino de bronce descansa con su cayado en la mano.
Pero cuando me levanté, el dolor de pies era casi insoportable. Sentía huesos y
músculos que ni siquiera sabía que existían. Me curé las heridas, cenamos,
descansamos y continuamos con nuestros planes. Santi también tenía los pies
dañados, pero su ilusión le sostenía más que a mí. Y ya, al llegar a uno de
esos pueblos con nombres hermosos que salpican cualquiera de las rutas, le dije
que no podía seguir a pie.
El
bar de aquella localidad también expendía billetes de autobús y compramos dos
para León.
Llegó
pronto. Era un Mercedes donde se mezclaban lugareños con peregrinos. Pero
cuando subimos, el asiento de Santi era el único libre de todo el vehículo.
Miramos los tickets y los comparamos con el del turista alemán que ocupaba mi
lugar. Los dos billetes eran iguales.
—Siéntate,
cariño —me dijo mientras iba a hablar con el conductor.
Temí
que hubiera problemas, pero lo solucionaron todo rápidamente.
—Disculpad
por la equivocación. Hay un billete duplicado —nos explicó—. Pero tengo una
persona que se baja en la siguiente parada.
—Yo
—intervino una señora que había seguido nuestra conversación—, yo me apeo en
Terradillos de los Templarios.
—Ahora,
el vendedor te llevará en su coche hasta allí y ocuparás el asiento que quedará
libre.
Inquieta,
vi como se bajaba y el autobús se ponía en marcha sin él. Aquellos kilómetros
se me hicieron eternos, pero al fin llegamos al pueblo. Allí estaba ya Santi
apoyado en un viejo Mercedes, charlando con su “taxista”. La señora me saludó
con la mano y descendió del autobús.
—¡Me
he bajado de un Mercedes y me he subido en otro! —rió Santi entrando en el bus.
Todos
aplaudieron. El señor que estaba junto a él me cedió su asiento para que estuviéramos
juntos y él ocupó el mío.
—Es
una señal de que siempre vas conmigo, Mercedes —susurró besándome.
Pasamos
un par de días en León y continuamos nuestro peregrinaje hasta Santiago. Al
abrazar al Santo, mi marido lloró de emoción y a mí se me saltaron las lágrimas
cuando sostuve nuestras Compostelas en las manos. Aquel diploma, que un mes
antes no significaba nada para mí, me hizo comprender que no solo las personas
religiosas hacen el Camino. El Camino es un lugar de vivencias, aprendizaje y
anécdotas que te hace encontrarte contigo mismo y que te une a los que te
acompañan. En nuestro peregrinaje nos encontramos ateos que buscaban misterios
herméticos, soñadores que deseaban seguir el camino del Grial, fanáticos de los
templarios, amantes del arte ávidos de contemplar maravillas, ecologistas que
anhelaban conectar con la madre Tierra y con quienes buscaban continuar la
tradición.
—¿Volvemos
el año que viene?—le sonreí ante la fachada del Obradoiro.
Dicen
que todos los caminos conducen a Roma, pero, creo que en realidad, todos los
caminos conducen a Santiago de Compostela.
© MJ
Relato para el concurso de Zenda #HistoriasdelCamino
Foto: Escultura al peregrino ante la catedral de Burgos. Archivo personal. |
2 comentarios:
Una bonita historia de amor, en el más amplio sentido: amor de pareja, amor por el arte, por las tradiciones, por el conocimiento... es decir, por el mundo y la vida.
Y creo que eso es justamente el Camino.
Muy atinada la frase de cierre ;)
Suerte en el concurso.
¡Muchas gracias por tus palabras, Ángeles. Sí, comparto tu opinión sobre lo que es el Camino, amor y búsqueda. La historia que cuento está basada en una anécdota real. Y la frase final, es algo que digo yo desde el día que descubrí en una acera de Bruselas una de las conchas que señalan el Camino. Ahí pensé: todos los caminos conducen a Santiago de Compostela.
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