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martes, 27 de mayo de 2025

Un mito artificial, una historia real.

Los mitos surgen de la tradición oral que se transmite de generación en generación y que quizá alguien, en algún momento, pone por escrito. Pero ni siquiera esto asegura que el relato no vaya a sufrir alteraciones y, mucho menos, que vaya a perdurar milenios y a popularizarse en otras culturas.

Pero, ¿podríamos crear un mito artificial? Es decir, ¿seríamos capaces de inventar un relato nuevo con una finalidad específica, alzarlo a la categoría de mito universal y esperar a que se mantenga inalterable con el paso de los siglos? Resulta que en 1984 alguien lo intentó con una intencionalidad muy loable: salvar a la humanidad futura. 

Icono de peligro radiactivo.
Imagen: IA Gemini

Esta es una historia real que ya nos había contado Umberto Eco y que Javier Sierra nos relata en el último capítulo de su libro El mensaje de Pandora. Desde internet puede accederse al informe completo de este héroe particular que armado con la filosofía, la lingüística y la semiótica se embarcó en una misión muy especial. Era Thomas A. Sebeok y pertenecía al Centro de Investigación del Lenguaje y Estudios Semióticos de la Universidad de Indiana. 

Nunca fue un secreto que desde que se comenzó a trabajar con la energía nuclear se generaron toneladas de residuos radiactivos que había que mantener lejos de las personas. Pero la sorpresa llegó cuando la Oficina para el Tratamiento de Residuos Nucleares de Ohio le planteó el problema al doctor Sebeok. Había que encontrar el modo de señalizar el peligro mortal que suponían aquellos miles de barriles sellados para que, hasta en el futuro más lejano, pudieran entenderlo. Todos eran conscientes de que la radiactividad de aquella basura duraría 10000 años y querían advertir a los habitantes de aquel tiempo.

Sebeok se puso a trabajar en ello. Era un problema que parecía no tener solución porque él sabía que dentro de 10000 años la sociedad que había generado aquellos residuos, su idioma y sus símbolos ya no existirían. Cualquier advertencia escrita, dibujada o señalizada carecería de sentido para las personas del futuro. En este caso ni la tecnología era una solución, porque quedaría obsoleta y no se reproduciría la imagen o el mensaje.

Mirando atrás en el tiempo, nosotros mismos, sin ser especialistas en semiótica, entendemos las dimensiones del problema. ¿Hay algún aviso de diez mil años de antigüedad que haya llegado hasta las sociedades actuales de forma inalterable e inequívocamente comprensible?

Pensemos en los relatos más populares y antiguos que tenemos. Los que vamos a mencionar tienen una datación discutida y utilizaremos una orientativa que defienden muchos estudiosos.

En el imaginario colectivo está el cuento de Cenicienta. De él nos hablaba ya Taun Cheng-Shing en el siglo IX, indicando que era una historia que se contaba mucho tiempo atrás. Pero en 1893 Marian Emily Roalfe Cox publicó el libro Cenicienta, 345 variantes. Lo conocemos, pero no sabemos cuándo y cuál fue su versión original. 

Necesitamos otro ejemplo más remoto: El Antiguo Testamento. Muy extendido por formar parte de los libros sagrados de varias religiones muy importantes. Las pruebas documentales lo datan alrededor del año 600 a. C. aunque hay quienes afirman que cuentan hechos acaecidos en el siglo IX a. C. 

También tenemos La Ilíada y la Odisea relatos orales que se remontan al siglo XIII a. C. , y que dejó por escrito en el siglo VIII a.C. Homero (aún no sabemos si fue un poeta o varios). 

¿Y los jeroglíficos egipcios? Algunos tienen más de 3000 años pero, aunque hubo quien los tradujo en la antigüedad, ese conocimiento se perdió y se transformaron en textos ininteligibles durante siglos. Hubo que esperar al descubrimiento de la piedra de Rosetta para que Champollion los descifrara en el siglo XIX.

Busquemos entonces el relato más antiguo del que tengamos constancia: la Epopeya de Gilgamesh. Es un texto sumerio y está incompleto. Se conservan tablillas fragmentadas en escritura cuneiforme que, hasta hace poco solo despertaban el interés de los especialistas. Hay que esperar a finales del siglo XIX para encontrar una traducción fiable en inglés. No es tan conocido para el gran público como el Antiguo Testamento (aunque también habla del diluvio) o la Odisea, pero es mucho más antiguo que estos textos. Cuenta la historia de un rey histórico que vivió en Uruk en el 2750 a.C. Pero estábamos buscando algo muy famoso, que todo el mundo supiera interpretar y que pudiera datarse en diez mil años. No, parece que no hay nada así.

Una de las tablillas de la Epopeya de Gilgamesh en el Museo Británico.
Imagen: Wikipedia. Autor: Mike Peel. Permiso: CC-BY-SA-4.0.

Sebeok ideó una solución: había que recurrir al mito y alimentar la superstición. Tendrían que inventar una leyenda tan interesante como para que siguiera relatándose dentro de diez mil años, pero tan aterradora como para que nadie quisiera acercarse al lugar del que hablaban. Era exactamente eso, transmitir a cualquier sociedad que el cementerio nuclear sufría una maldición.

Y esto suponía otro problema: ¿cómo garantizar que fuera atemporal y que el mensaje continuara intacto a lo largo de tantos milenios? Junto al mito habría que crear una especie de casta sacerdotal atómica que mantuviera el relato, la maldición, el tabú, dentro del folclore o de la cultura mundial y la fuera adaptando al paso del tiempo. Tenía que ser un grupo multidisciplinar que incluyera a físicos nucleares, psicólogos, lingüistas y antropólogos. Debían mantenerse lejos de las corrientes políticas y económicas, pero al tanto de los cambios en la sociedad para trasmitir el mito y, llegado el caso, ser capaces de perpetuar el mensaje de peligro aunque ya ni ellos mismos lo comprendieran con exactitud. Pero tampoco ningún grupo “sacerdotal” había durado tanto tiempo.

El Human Interference Task Force (HITF) se encargó de estudiar la propuesta de Sebeok y la rechazó. Los cementerios nucleares siguen siendo un grave problema a día de hoy.

Imagen: IA Gemini.