Igual que los rayos X fueron utilizados para fines
estéticos contra la alopecia o en las zapaterías para radiografiar el pie y que
el cliente viera lo bien que le sentaba el zapato; el radio fue explotado hasta
límites insospechados.
En 1898 el matrimonio Curie descubrió el radio.
Informaron a la Academia de Ciencias, pero decidieron no patentarlo, porque era
un bien común que debían compartir con
sus colegas, incluso con sus competidores.
Los científicos fueron los primeros fascinados por
el radio y por su luminiscencia verde azulada. Les parecía que era el principio
de la vida. No era extraño que fueran con un pequeño tubito con radio en el
bolsillo del chaleco y los Curie dormían con uno en el cabecero de la cama.
Insensatamente la fiebre del radio se desató en el
mercado. En la cosmética se le añadió radio a las cremas faciales, a las barras
de labios, al champú, a la pasta de dientes. Se supone que dejaban la piel
sana, sin arrugas, el pelo fuerte y hermoso, los dientes libres de caries y
blancos. Hasta el chicle llevaba radio. Llegó a confeccionarse lana radiactiva
porque, según la publicidad, daba energía vital. Así existía la crema
AlphaRadium, o la lana O-Radium.
Con un líquido con una cantidad ínfima de radio se
limpiaban los cristales para darles un tono verdoso brillante en la oscuridad.
Y con pintura tratada con radio se pintaban las esferas y los números luminosos
de los relojes para poder ver la hora en la oscuridad.
En medicina parecía que el radio lo curaba todo,
desde la impotencia, artritis, neuralgias… hasta los catarros. Así empezaron a
salir medicinas radiactivas como el Radithor, creada por un falso doctor.
Nadie fue consciente del peligro que corrían hasta
que las muertes empezaron a sucederse. No solo entre el equipo de científicos que
investigaba con la radiactividad, sino también entre los operarios que pintaban
las esferas de los relojes y chupaban el pincel para ello, o las personas que
tomaban el Radithor. No fue hasta los años 30 cuando las autoridades tomaron
cartas en el asunto.