Sí, bichos y, no precisamente esos simpáticos
dibujos de la película de Disney.
Hace algún tiempo leí en algún lugar que una persona
a lo largo de la vida se traga, durmiendo, una media de tres arañas, cosa que
me pareció inverosímil y asquerosa.
Un día, me enfrasqué en una disertación pseudo-filosófica
al encontrar una pequeña araña en una de las habitaciones. Cuando me acerqué,
zapatilla en mano, la araña huyó y fue a esconderse en la sombra de la peana de
una pequeña virgen, de esas a las que les cambia el color del manto según la
humedad del ambiente. Entonces me detuve y pensé: ¿puede una araña acogerse a
sagrado?
En otra ocasión la sorpresa fue más desagradable,
porque lo que encontré fue un “pececillo de plata”, que así mencionado, puede
parecer un pez tropical en una pecera con una reproducción de ánfora griega de
adorno… pero no, es un insecto de
costumbres nocturnas, que rara vez vemos, pero que esa noche había decidido
acostarse en mi cama. Al encender la luz se quedó quieto, como si yo fuera un
dinosaurio que solo detecta el movimiento. ¡Qué asco! No podía matarlo con la
zapatilla (método más común y eficaz, según reza la wikipedia) porque no iba a
dormir con un cadáver en mi cama. Así que fui moviendo el cobertor, hasta que cayó
al suelo y allí utilicé el método arriba mencionado…
¡Ay! Miré la estantería con mis numerosos libros… no
en vano estos insectos se alimentan de papel y de la cola que se utiliza para
encuadernar… Mis tesoros tienen depredadores.
Al día siguiente, me tocó desvalijar la estantería,
mirar los libros de uno en uno y limpiarlos todos cuidadosamente. No había más
invasores.
Por una de esas cosas que tiene la vida, que no
sabemos si son casualidades o causalidades, cuando el día siguiente me puse a
leer el libro de historia de la vida cotidiana (un tomo de más de 500 páginas)
en el que llevo varias semanas enfrascada, tocó el tema de los insectos y fauna
variada que ha convivido con las personas en sus casas a lo largo de la
historia… y los pececillos de plata brillaban por su ausencia, ya que nuestros
antepasados estaban demasiado ocupados en alejar polillas, pulgas, termitas y
hasta ratas de sus camas, despensas y demás habitaciones. Supongo que en ese
mundo salvaje este incidente mío no habría merecido ni una frase en el diario
de alguna niña, ya que, bastante tenía la pobre, con recoger todos los zapatos
de casa, meterlos dentro de su cama y lanzarlos a cualquier corretear de cuatro
patas y rabo que oyera en mitad de la negrura de la noche, de esas noches
espesas antes de la luz eléctrica.