A veces, sin pretenderlo, escuchas conversaciones de
extraños que, por un motivo u otro, se quedan dando vueltas en tu cabeza. Pero,
debo confesar, que las que más me llaman la atención son las absurdas.
No hace mucho tiempo asistí a uno de los ensayos de
la ópera “La Bohème”. La mayoría del público era adolescente y mostraba su
impaciencia porque los primeros quince minutos asistimos a la colocación del atrezo
en el escenario. Después, el director de escena nos dio una pequeña charla
sobre la ópera, en la que empezaba explicando que era toda cantada… aunque se le
“olvidó” contar que no era en castellano (seguramente porque le pareció cosa ya
sabida) y cuando se entonaron los primeros acordes, la “juventud” se mostró
desagradablemente sorprendida.
No sé, supongo que la mayoría de las canciones
de sus ídolos no son en castellano y eso no les asombra…
Pero no fue esto lo que me llamó la atención, sino
la aclaración que le hacía un amigo a otro después de la charla.
-Como es un ensayo- decía el director a modo de
conclusión –les ruego, contengan sus ansias de aplaudir.
-¿Qué ha dicho?- preguntó un adolescente a otro.
-… que está prohibido aplaudir y vomitar- aclaró el
amigo.
Y es que, ya se sabe, ansia es sinónimo de vomitar…
Cierta tarde en el autobús, se sentaron junto a mí
dos muchachas que mantenían una conversación muy animada sobre un joven al que
una de ellas conocía y quería presentar a la amiga.
-Sí, sí- decía la casamentera – Sí, el muchacho es
guapillo, seguro que te gusta.
-No pareces muy convencida.
-Sí, te digo que sí que es guapo pero… es que… es
muy filosófico… te pones a hablar con él y es muy… filosófico… pero es buena
persona, guapo y buena persona, de verdad.
El otro día, también en el autobús, me llamaron la
atención un grupo de señoras de avanzada edad que iban muy arregladas y
sonrientes con una rosa en la mano. Todas llevaban una rosa roja y se mostraban
de lo más elocuentes sobre sus temas diarios de conversación, hasta que una de
ellas le advirtió a la otra:
-¡Cuidado, no te vayas a clavar una espina!
-¿Una espina?- preguntó sorprendida la interpelada
-¿cómo me voy a clavar una espina si las rosas no tienen espinas?
La sorpresa de todas las amigas fue mayúscula,
interrumpieron su conversación y se quedaron mirándola fijamente… yo también la
miraba con descaro.
-Cuando estuve en una iglesia italiana el guía nos
explicó que las rosas no tienen espinas- se justificó –. Fue porque el santo
que vivía allí estuvo tentado por el diablo, y para no caer en las tentaciones
se arrojó a un zarzal que allí había y las espinas desaparecieron. Desde
entonces, las rosas no tienen espinas.
-¡Qué leyenda más bonita!- dijo una de las amigas.
-Creo que fue san Antonio de Padua- añadió la
contadora de historias y todas se mostraron muy conformes.
-… Pero las rosas siguen teniendo espinas- añadió
por lo “bajini” la que le hizo la advertencia.
Aquella pobre señora, a la que todas las amigas
ignoraron, me recordó a Galileo ante la Inquisición añadiendo: “… y sin embargo,
se mueve”.